Nadie me regaló nada
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por Marcelo Mosenson
La expresión dicha siempre con orgullo, “nadie me regaló nada” huele más a resentimiento e ingratitud que a virtud.
¿A quién no le gusta que le regalen algo? Desconfío de las personas que no hayan recibido obsequios porque, probablemente, no sean merecedores de ellos. Habitualmente quienes son generosos suelen a menudo recibir regalos, favores y gratitud.
Indudablemente hay personas que no sirven, ya que son incapaces de servir a nadie. Si entendemos por ello, a ayudar u ocuparse de otro. Indefectiblemente, hay quienes agregan valor a otras personas mientras que existen hombres y mujeres que no sólo no lo hacen, sino que incluso se ocupan de devaluar a los demás.
Con un amigo hemos confeccionado tres categorías de amistades. Los que no estuvieron en las malas, los que sí, y los que nos perjudicaron. Los pocos que nos apoyaron son los que nos han regalado cuando lo hemos necesitado. A su vez, vivimos con halago que hayan realizado esfuerzos por nosotros ya que esto hablaría no sólo de su generosidad, sino de nosotros que hemos sabido por nuestra parte, agregar valor a sus vidas.
Ahora bien, existe una cuarta y compleja categoría. La de las personas que nos apoyan y nos hacen regalos sólo en las malas, o mejor dicho, a condición de vernos mal. Esta es una de las categorías más complejas y peligrosas. Si bien todo altruismo tiene mucho de egoísmo, existen los regalos envenenados. Son aquellos que al igual que una aspirina nos calman el dolor, pero inmediatamente después de digerirla nos deja un sabor amargo en la boca. Sin embargo, no son fáciles de descubrir, y mucho menos cuando uno está en baja.
Son personas que se nos presentan de forma desinteresada, contentas de poder ayudar, creando una suerte de deuda implícita que sólo se la descubre cuando el débil se fortalece. La situación cambia al alterarse el sistema de poder que se fue creando entre el generoso y el necesitado. Por supuesto que uno es responsable de haber aceptado de buena gana su obsequio, pero sólo se descubre al impostor cuando pasamos del hambre a la saciedad. Antes, estamos sumergidos en la mera necesidad.
Lo complejo del caso es que estas personas, que sólo logran elevar su autoestima al ocuparse de un vulnerable, no comprenden del todo su propio modus operandi. Tan acostumbrados están de verse como eternos generosos que inmediatamente después, una vez el enfermo recuperado, se sienten traicionados, ofendidos y desagradecidos por los servicios prestados de manera totalmente desinteresada, según sus propias convicciones,
Las rupturas con estas personas suelen ser violentas, lo cual es absolutamente funcional a su sistema. Les permite confirmar, una vez más, que ellos son buenos y los demás son malos. Ya lo decía Alfred Adler en su libro, El carácter Neurótico, “ojo con los buenos”.
Lo complicado del caso es que uno nunca termina de resolver la ecuación. Es cierto que la persona nos ayudó. A su vez, nunca se nos pidió nada a cambio, aunque en el fondo lo que estaba en juego es la eterna dependencia hacia nuestro ocasional Mesías. Para cuando uno quisiera rebelarse, ya es demasiado tarde. A un hambriento le es difícil, sino imposible, rechazar un plato de comida, venga de quien venga.
Frente a estos personajes nos debatimos entre sentirnos estafados, agradecidos y arrepentidos. Por supuesto que todos nosotros compartimos los mismos rasgos que estas personas. Sólo diferimos en los matices que sólo nos autoriza una buena autoestima.
Por supuesto que siempre damos para recibir. Desconfío de cualquiera que afirme lo contrario. Sólo que las razones y maneras en que damos puedan variar según cada caso. Podemos dar para sentirnos bien con nosotros mismos, para sentirnos superior que la otra persona, por venganza hacia alguien que no nos ayudó y así, pretendemos darle una buena lección. También lo hacemos para que nos den las gracias, para sentirnos queridos por la persona ayudada, o para evitar que nos deje de querer, y en última instancia para que el mundo entero reconozca cuan generosos somos. También damos por disminuir cierta culpa en relación a nuestros valores, o lisa y llanamente por esperar algo a cambio, aunque más no sea una sonrisa. Finalmente, damos para recibir.
Suena bonito decir que es más lindo dar que recibir. Desde luego que es mejor encontrarse en un lugar de potencia. Pero no siempre podemos dar, y son precisamente los momentos en que necesitamos recibir que nuestros balances materiales como emocionales respecto de las expectativas puestas en nuestros cercanos son las que indefectiblemente salen a la luz. En otras palabras, damos sin esperar nada a cambio hasta el momento en que nos caemos y recordamos lo que hicimos por alguien que hoy nos esquiva, eludiendo cualquier compromiso.
Personalmente, me han regalado mucho, y espero que me siga sucediendo .
Originally published at altavoz.pe on March 17, 2017.