Marcelo Mosenson
108 min readMay 31, 2020

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“Hace cuarenta años que estoy muriendo”, piensa, mientras entra en el bar.

Que désirez-vous? (¿Qué desea?), le pregunta, con total impunidad, el mozo del café Dumas, mientras la lluvia esparce su efímera pero constante existencia sobre el asfalto del Boulevard Voltaire.

Quizá, y tan sólo quizá, de haberse encontrado en un café de Buenos Aires donde la pregunta del mozo de turno hubiese sido formulada por un amigable ¿sí?, precedido de un ligero movimiento de cabeza, como diciendo aquí estoy, a su servicio, provocaría en él una reacción diferente.

En cualquier coffee shop de Manhattan habría tenido que acercarse a la caja ya decidido de antemano lo que iría a consumir, según las variedades ofrecidas por su lista de opciones en cartelera. Existen listas de ofertas en las cuales el deseo ha sido categorizado previamente.

Un Starbucks habría resultado más sencillo. Pero esta sencillez no se hubiera manifestado más que por algunos minutos. Hoy necesitaría, quizá, de esa abusiva familiaridad de un bar porteño.

Aquí, en París, uno es interpelado por la formalidad de los mozos, que se acercan a uno para escuchar su deseo. Vous désirez? Aquí debemos hacernos cargo de nuestro deseo y de cómo lo articulamos correctamente ante nuestro interlocutor. Café expresso, serré, capuchino, allongé, avec ou sans lait, avec un goutte de liquor, etc. (café exprés, corto, capuchino, liviano, con o sin leche, cortado con licor).

Vous désirez? (¿Qué desea?), vuelve a escuchar, sin que el mozo hable, como si un eco que en lugar de apaciguarse con cada repetición se tornara cada vez más intenso.

Su entusiasmo inicial se desvanece. Ya no se siente cómodo; se arrepiente de todo.

El mozo francés no es nuestro confidente, es sólo una oreja profesional. Allongé? (¿Liviano?), podrá repetirnos, de manera retórica, con el propósito no sólo de confirmar sino más bien de invitarnos a reflexionar e indagar acerca de lo que creemos desear. Porque muchas de las opciones pueden no aparecer en el menú, y esto no invalida que uno pueda sugerir variantes acordes a su gusto o afición.

Apoya el teléfono celular en la mesa.

Su reiterada incomodidad abre las compuertas para un nuevo flujo de palabras. Ya se conoce a sí mismo lo suficiente como para entender que analizar, interpretar y reflexionar no son la solución para debilitar su desesperante silencio.

El mozo de Buenos Aires es como ese buen amigo que no juzga, legitima la elección sin pecar de obsecuente. El francés, piensa, se parece más a un psicoanalista que escucha atentamente sin emitir juicio alguno, pero que nos recuerda que estamos solos ante nuestro incierto destino. El norteamericano, por el contrario, se contenta con servirnos de manera rápida y eficiente. La cola, al igual que el show, deben seguir. Next! (¡siguiente!), porque, indudablemente, la vida no pasa por la elección de un café. ¿O sí?

¿Qué otro propósito tiene la comparación, más allá de erradicar su pasividad a fuerza de argüir perspectivas arbitrarias, y de este modo no comprometerse con su presente?

Podría optar por un inofensivo expresso acompañado por algún pequeño chocolate amargo con sobres de azúcar rubia y morena. Edulcorante no toma, le resulta un homenaje contemporáneo a la impostura.

Frente al Vous désirez?, todos los automatismos que lo llevaron a creer que sólo quería tomar un expresso leyendo la sección cultural del diario Libération sufrieron un quiebre.

Observa su celular, juguetea con él como quien espera que suene mágicamente por el mero hecho de mirarlo fijamente.

¿Realmente quiere un exprés? Siempre ha pedido uno en circunstancias como ésta. Pero, ¿por costumbre o por convicción? Tal vez haya un poco de ambas.

Habiendo muerto ya cuatro décadas, de las cuales sólo me quedan los recuerdos, que cambian según mis estados de ánimo, esto me lleva a hacerme una pregunta que nunca me imaginé capaz de formular: ¿quiero un café? ¿Es un expresso una elección personal, o tan sólo un hábito que se fue naturalizando a lo largo del tiempo?

Hubiese bastado que el mozo me preguntara, de forma retórica, a la argentina, si se quiere: ¿Un cortado? ¿Será que la cultura protestante evade, previene o cura la neurosis de la vida cotidiana mediante un trato impersonal pero altamente eficiente? No lo creo, no. En realidad, siempre habrá momentos en los que la vida nos sorprenda preguntándonos si realmente creemos ser el personaje que acostumbramos y olvidamos haber sido.

Nuevamente, comentarios pretenciosos. Como si su presunta destreza verbal le sirviera de algo a la hora de ser feliz.

La pregunta aparentemente formal y servicial Vous désirez? me resulta ineludiblemente punzante. Y la verdad es que no sé lo que deseo. Pero ahora que me lo pregunta este desconocido que actúa impunemente de mozo, mientras le miro a los ojos como pidiéndole ayuda a sabiendas de que no la recibiré, no sé qué responderle.

Por eso no se le ocurre mejor estrategia que estirar el tiempo y solicitarle el menú, mientras observa de reojo la pantallita del celular.

Pero por más tacaño que pueda ser alguien, las leyes implícitas de las buenas costumbres dictan que no está bien preguntarle al mozo el precio de un café. Sobre todo si uno espera recibir un servicio digno. Porque, desde la perspectiva del mozo, frente a tal clase de cliente no vale la pena invertir tiempo ni dedicación alguna. Posiblemente, tal vez, no sólo consumirá poco, sino que tampoco dejará una propina que justifique su esfuerzo. La simpatía y la amabilidad son, después de todo y hasta cierto punto, negociables.

Siente un torbellino de nacimientos y decesos de sus propios pensamientos y emociones, que, al igual que nuestras células, hacen que uno vaya envejeciendo y muriendo cada día, desde el mismo instante mismo en que es concebido.

¿Cuántos somos los que nos refugiamos en metáforas, para así evitar el realismo de nuestras emociones? Y él no parece ser la excepción.

Su decisión sobre qué consumir puede parecer banal, por no decir frívola y sin consecuencias. También lo cree así, en parte, pero a su vez sabe que hay algo más que lo aparente. Uno es menos libre al optar que al elegir. Por lo general, la libertad cotidiana se manifiesta en las decisiones más banales y aparentemente, sólo aparentemente, más intrascendentes.

Se consuela pensando que el hombre es un animal de costumbres comme le chien de Pavlov salivait à coups de cloche (como el perro de Pavlov que salivaba a golpes de campana). Pero sólo hasta que éste dice basta.

¡Digo basta! ¡Pienso basta! Siento basta. ¡¿Pero basta de qué?! No lo sé.

No, no lo sabe. Ni remotamente.

Su mirada se posa una vez más en el celular y éste, ajeno, insiste en no sonar.

Me niego a pedir un expreso. Si mi destino se desenvuelve, azaroso o no, a partir de mis elecciones, no puedo ignorar la responsabilidad inherente a cada uno de mis actos. Si pido un exprés cada vez que piso un café, me convierto indefectiblemente en un hombre que toma café. Si es cierto que la esencia de una persona es producto de su devenir, entonces soy un bebedor de café. Pero hoy me niego, y quizá a partir de este momento ya no vuelva a ser el mismo.

Hace tiempo que desea ser otro. Radicalmente distinto; es decir, alguien más parecido a sí mismo. Teme convertirse en su amigo Adolfo.

Recuerda que hace pocos días, mientras tomaban un helado en Freddo, una de las heladerías más exquisitas de Buenos Aires, y probablemente del mundo, aún en comparación con la parisina Berthillon, histórica, en pleno corazón de l’île de St Louis, le comentaba que demoró veinte años en darse cuenta que su sabor predilecto de helado, dulce de leche, ya no le gustaba tanto como él suponía. Tardó dos décadas en aprenderlo, antes de animarse a elegir otros gustos. Siempre se había asumido como un amante del dulce de leche. Tan incorporada tenía su imagen como entusiasta de este dulce, que terminó siendo su esclavo por algo más de la mitad de su vida.

Trágica historia, piensa, no saber que le gustaban más, mucho más, otros sabores. Quizá no tuvo el coraje de intentar otro camino. Pero, ¿acaso se elige tener miedo?

Piensa en todo esto mientras lee, en Libération, que un hombre inocente acaba de ser liberado de una prisión norteamericana tras haber perdido treinta y cinco años de su existencia. Terrible, imperdonable, inconsolable. ¿Pero qué de nosotros, que al igual que el amigo Adolfo pasamos toda una vida creyendo que elegimos, cuando en realidad nuestra ignorancia, torpeza o temor nos lleva a dormir con el enemigo, o simplemente nos hace ser prisioneros de una vida que ni siquiera sabemos que aborrecemos?

¿Somos culpables? No lo sé, pero sí responsables.

Finalmente, mi amigo descubrió que había otros gustos más ricos que el dulce de leche, pero jamás podrá recuperar los helados no tomados; y peor aún, no logra comprender por qué se aferró durante tanto tiempo a un sabor que simplemente no era su favorito.

Hubiera bastado, piensa, con tomar la decisión de separarme mucho antes, sin pretender modificar lo irreconciliable.

Me atrevería a decir que, para no sufrir, para evitar el grito de mi herida, sufrí innecesariamente.

Comprende que rechazar un expreso es el comienzo de una nueva etapa de su vida. Se detiene en la línea del menú en la cual lee, bajo la sección de bebidas alcohólicas, kir. Bebida a base de vino blanco y licor de casís. ¿Por qué no?, se pregunta, como un preso que acaba de descubrir que ya se encuentra en libertad.

Siempre quise ser otro, es decir: desearía ser otro sin dejar de ser yo. Es tan absurdo, y sin embargo tiene sentido, porque soy yo el que sigue fantaseando y luchando por ser otro. Y es precisamente en este momento, frente al menú ofrecido por el mozo, donde se me presenta la posibilidad de cambiar.

Sólo se trata de tomar coraje, modificar lo habitual y tomar un nuevo rumbo. Un kir en lugar de un café significaría un gran cambio. ¿Por qué no? No temo haber vivido equivocado respecto del café, temo a la imposibilidad de cambiar, ya que cuanto más cambio más corro el riesgo de parecerme a mí mismo.

También podría abstenerse de cualquier decisión, pero en tal caso debería dejar el café Dumas y apresurarse bajo la lluvia que pinta de gris a toda la ciudad. Llueve sobre París.

Pero, ¿hasta dónde, exactamente? De chico me preguntaba sobre las fronteras de la lluvia, y acerca de por qué nunca tuve la oportunidad de vislumbrar un área que se encuentre dividida entre la lluvia y otro espacio seco, donde la lluvia habría de encontrar su límite.

¿Cuál es su límite? ¿Cuánto tiempo más va a soportar el mozo su inquietante indecisión?

Me concentro en el menú como si se tratara de un escudo que impide que aquel hombre se me vuelva a acercar y me ataque nuevamente con su ineludible Vous désirez? Si volviera a suceder, me vería condenado a reaccionar y a pedir, casi de manera automática y humillante, un exprés. Sería mi derrota. ¿Cuánto tiempo me queda? No hay nada legislado al respecto, pero es claro que hay un tiempo límite para sentarse en un bar sin consumir nada. El kir puede ser una opción, aunque una copa de un bordeaux quizá…

No puede ocultarse que, de no haber cometido el mayor error de su vida, tener un hijo con la persona equivocada, hoy no se estaría planteando qué beber.

Por suerte, acaba de entrar una pareja joven; posiblemente se trate de turistas, a juzgar por sus cámaras colgadas sobre el pecho. Ellos son sus secretos aliados momentáneos, mientras distraen al mozo con sus pedidos. Pero éstos no demoran mucho en volver a su mesa. Un par de expresos les son servidos rápidamente.

Saben lo que quieren, o ni siquiera se lo preguntan. Son muy jóvenes para saber lo que desean afirmamos los que ya hemos vivido y muerto varios años más que ellos. Cuánto resentimiento se manifiesta en lo que acabo de pensar. Al menos, los jóvenes creen saber lo que desean mientras que yo ya ni me animo a preguntármelo.

Ellos ríen, yo no.

Ellos ríen, él tampoco.

Creo que los hombres podrían dividirse entre aquellos que saben que existen, y los que simplemente son vividos y muertos por la propia vida, sin despertar sorpresa. No muchos se sorprenden por el hecho de haber nacido. Tal parece que los humanos aceptamos con bastante más facilidad el hecho de que todos moriremos algún día, que el azaroso destino de haber sido obligados a nacer.

El menú, entre mis dedos, empieza a sentirse como un libro de mil quinientas páginas. No puedo sostenerlo más, mientras continúo sin saber qué deseo. Por momentos deseo no desear tanto. También me ocurre desear de más. Pero jamás me ocurre no desear nada. Por eso no entiendo a la gente que dice aburrirse. Basta con desear para estar ya ocupados en algo, con la ilusión de conseguirlo y el dolor de no lograrlo; o peor aún, confirmar, al lograrlo, que la ilusión era sólo eso, una ilusión. Lo más grave es haber compartido mi paternidad con una mujer que ni siquiera me ilusionaba.

Lo obtenido no logra satisfacerme por completo, como el horizonte que nos miente con su distancia. Cuanto más me acerco, más se aleja. Pero, ¿aburrirme? Jamás. No tengo el talento de no percibir mi propio dolor.

Toda gana, reflexiona, presupone por lo menos desear acceder a un estado distinto al actual. El aburrido no tiene la capacidad ni de percibir su presente; por eso se aburre.

¿Habrá acaso alguna razón por la cual nuestra cultura tienda a adormecer nuestra capacidad de sorpresa ante el hecho de haber nacido? Porque uno no nace, como solemos escribir en cualquier formulario: más bien, somos nacidos. El idioma francés, como el inglés, no caen en este malentendido, je suis né y I was born son voces pasivas que significan lo mismo: fui nacido. Uno no es responsable de su nacimiento, más allá de que los budistas insistan en que seamos los hijos quienes elegimos a nuestros padres.

Confirmo que hay palabras que abren caminos, mientras que otras los bloquean. Milagro es una de ellas. ¡Qué palabra tan cobarde y vacía! No hay palabras inocentes. Existen las que crean y las que destruyen. Existen otras costosísimas, que pueden llevar toda una vida descubrirlas. Mientras que también podemos lidiar con palabras que nos curan, o nos enferman. ¡Si sólo supiera de qué palabras estoy hecho!

Indudablemente, he vivido un período durante el cual las palabras que me habitaban eran terriblemente erróneas. Optimismo fue una de ellas. Una palabra sobrevalorada que me ha llevado a negar la realidad más contundente. Para cuando el miedo y el terror comenzaron a desplazar al optimismo, ya fue demasiado tarde. Estaba embarazada de mi hijo. Permanecer era lo correcto; escapar, lo sensato. Elegí postergar mi libertad condicional hasta algunos meses posteriores al nacimiento. Fueron nueve meses de ilusión y espanto.

Comienza a sentir la boca seca. Los únicos deseos honestos son los instintos.

Pero no envidio a los animales que no hablan; creo que me aburriría ser un perro, un loro o un caballo. No encontraría sentido en ser tan sólo un animal esclavo de mis instintos. Me pregunto si los animales se aburren. Recuerdo cuánto se entusiasmaba Dafne, mi perra, al sentirme llegar a nuestra casa de verano en Punta del Este. De la misma manera, al concluir las vacaciones, sufría cuando la dejaba. Deduzco que durante mi ausencia podrá haber experimentado momentos de aburrimiento. No tenía con quien jugar. El casero sólo se ocupaba de que no muriera. Nadie la cuidaba y quería como yo. Hasta tal punto que creía percibir lo que sentía a cada instante.

Por el contrario, nunca comprendí a mi tortuga Manuelita, fallecida en un accidente doméstico. Me generaba mucha ternura. Filomena, la mujer analfabeta que en aquel entonces se encargaba de las tareas domésticas del departamento de mis padres, nunca se había encontrado con un reptil en su vida rural, y no tuvo mejor idea que arrojarla a la basura, más precisamente a los incineradores que aún funcionaban unos treinta y cinco años atrás en la Argentina. Pero no fue su ignorancia la causa de su homicidio doloso. Por el contrario, fue su falta de sorpresa frente a la vida, y probablemente el temor hacia ella, lo que provocó la muerte de Manuelita.

La nostalgia que expresan las tortugas quizá se deba a que ellas saben que el viejo mundo era muy distinto al que conocemos actualmente. Las tortugas callan un saber. Fueron testigos de una gran evolución y guardan en sus genes el secreto de esos años de la tierra. Secretamente, se ríen de nuestro apuro por vivir. Saben mejor que nadie que las cosas toman tiempo, y que el tiempo no es controlable.

Le resulta intolerable esta tormenta de palabras, cuando sólo vino a tomar un café. Pero, ¿acaso puede elegir no pensar? ¿Puede escoger pensar distinto? Por lo visto, no.

Luego de años de práctica de yoga, jamás logré poner la mente en blanco. Mi mente es, en el mejor de los casos, un eterno arco iris. Pero, ¿quién piensa? ¿Yo? No tengo la certeza que sea yo quien decida pensar. Y de no ser yo quien elija en primera instancia, ¿quién, entonces?

¡Por favor! Sólo quiero elegir libremente qué tomar en este café del boulevard Voltaire del 11e arrondisement, mientras la lluvia insiste en caer. ¿Y si pidiera un café con un vaso de agua? Después de todo, los rituales tienen como propósito ordenar la vida y evitar estos estados de ligera insanía.

¿Qué pensaría Norberto, mi terapeuta, si le dijera que durante más de treinta minutos no pude decidirme acerca de qué tomar?

Ya es demasiado tarde como para detener el flujo incesante de palabras que invaden mis entrañas, multiplicándose como células cancerígenas que sólo lograrían extirparse con otras palabras, unas horas de sueño, una botella de vino o un beso apasionado. Aunque muchas veces nada de eso logra combatirlas; a lo sumo se las logra descarrilar. Porque las palabras, con el paso del tiempo, siempre vuelven. Mientras las células nerviosas dejan de reproducirse, las palabras se comportan de manera opuesta. Pocas veces obtengo silencio. A lo sumo, callo.

Creí necesario callar mucho, por temor y vergüenza. Después de todo, había elegido compartir mis días con una mujer que me hacía sentir profundamente desdichado. Las miradas ajenas me condenaban, con razón, por una elección que nada tenía que ver con lo que se esperaba de mí. Sin embargo, ahí estaba yo, inmerso en una trampa autoinfligida.

Si tuviera el coraje de ser débil y dejarme llevar por las circunstancias pediría un expreso, ¡qué más da! Pero no me sale. Dejarme llevar por mis ansias de compañía fue justamente lo que produjo que hoy me encuentre en esta lamentable situación.

Si no hubiera aceptado acudir a esa cena siete años atrás, jamás la habría conocido, cuando en realidad lo que deseaba esa noche era permanecer en mi departamento del barrio porteño de Belgrano, distrayendo mi soledad con algún episodio de Curb your enthusiasm junto a una copa vino, una baguette y unos quesos. Pero aquella noche opté por anestesiar mi tedio ilusionándome con las posibilidades que a veces nos proporcionan los encuentros fortuitos.

Si estos sillones no fueran verdes, si el sol secara la lluvia, si en lugar del café Dumas hubiera elegido algún otro de Buenos Aires, ¿se me hubiera presentado este dilema? ¿Cómo saberlo? Es innegable que continuamente estamos expuestos al azar y a los accidentes que provocan que nuestras vidas transcurran con una siniestra independencia de lo que solemos denominar voluntad.

¿Qué es la voluntad, después de todo, sino el combustible que me alimenta para recorrer un camino que pretendo conocer pero que ignoro por completo?

Desplaza el celular de un lado al otro de la mesa, como intentando que mágicamente reaccione y suene a partir de su movimiento.

Descendió del subte Voltaire, subió sus escalones, y finalmente creyó haberse decidido por este bar. Se quitó el saco para inmediatamente encontrar refugio en ese espacio, conduciéndose como si fuese un hombre libre.

Es humillante sentirse tan impotente cuando la impotencia es fruto de una férrea voluntad. Creo que voy a pedir un kir, una bebida que invita a la alegría.

Me veo levantar la mano como para llamar al mozo, pero éste se encuentra de espaldas y no me percibe. Muevo el brazo varias veces, como quien repite una palabra hasta que ésta se vacía de sentido para convertirse en un mero sonido, un soso significante. Me cuestiono si efectivamente soy yo quien dio la orden de moverlo, ¿Quién, si no? Y sin embargo, el dilema de querer vivir de manera auténtica es que en el fondo me siento un impostor. Nunca logro desnudarme del todo frente a los demás ni frente a mi mismo; y ahora me encuentro desnudo: por eso no sé qué pedir. No veo cómo decirle al mozo que la verdad radica en que no sé lo que deseo.

Si bien encuentro al kir una bebida alegre, debo ser honesto, al menos conmigo mismo. No es lo que realmente quiero. Quizá pueda explicarle al mozo lo que me sucede y así solicitarle un tiempo indefinido para que mi inspiración brote a la superficie. El idioma no es una barrera, pero presiento que el contenido que motivó mi pregunta no provocaría lo que espero. Si sólo pudiera detener la vida por un instante, para observarla sin que nuevos eventos y emociones se sucedan, lo haría. Porque vivir el presente es no sólo utópico, sino un absurdo y un sinsentido. Sólo existe el presente de forma retroactiva, lo cual es, finalmente, eso que llamamos pasado. Vivir el presente es como querer conservar el sabor de un exquisito chocolate deteniéndolo en el paladar sin deglutirlo. Imposible sentir todo su gusto y aroma sin estar dispuestos a tragarlo y perderlo.

¿Por qué, entonces, algunos insisten en la utopía de vivir el presente? El arte culinario construye su presente a partir del futuro y del pasado. Un buen plato depende mucho del que le sigue y del que le precede. Es un arte de la cronología, al igual que la música, el arte del tiempo por excelencia.

Los que se esfuerzan por vivir el aquí y ahora deciden conservar el chocolate en el paladar el mayor tiempo posible, cuando más que fijar el presente sólo lo están postergando, manteniéndolo en suspenso y viviéndolo de manera mezquina. Porque sólo existe el pasado, que cambia de forma mientras trozos de futuro se encargan de moldear, o bien de destruir y reconstruir. La prueba de que el presente no existe es justamente que el futuro puede no sólo cuestionar sino cambiar por completo el sentido y las emociones de lo que creímos haber vivido en aquel supuesto presente que, en realidad, desde la perspectiva del futuro es tan sólo pasado.

Apenas vive el presente de forma retroactiva, intenta justificarse, consciente de su propia imposibilidad por vivir y disfrutar del momento.

Algunos dirán que el futuro no existe. Pues bien, el futuro es el hogar de la imaginación. Imaginamos que somos alguien hasta que nos niegan un beso y comenzamos a ignorarlo todo sobre nosotros mismos. O por el contrario, adoptamos una nueva identidad, la del dolor.

No tengo un dilema en este momento acerca de qué encargarle al mozo. Yo soy el dilema. Y es por eso que no hay una bebida o un pedido que logre disminuir mi angustia. El té me aburre, el alcohol me duerme, el café es mera costumbre, mientras que el agua sencillamente no es la solución. El agua carece de identidad porque es justamente la madre de todas las bebidas. Beber agua sin sed es como gritar sin voz. Un mero gesto sin compromiso.

Ojalá tuviera un padre que pudiera guiarme en este momento de profunda confusión. He tenido varios en mi vida. Pero a partir de cierta edad los padres se van transformando, en el mejor de los casos, en compañeros o, por el contrario, en hijos; o peor aún, en desconocidos.

Las verdades de mi papá, que alguna vez supieron funcionar como columnas sobre las cuales intenté construir y sostener mi vida, hoy no sólo perdieron fuerza sino que también resultaron ser verdades a medias, o simplemente mentiras.

Las vidas de todos mis padres no siempre resultaron ser fieles a sus predicamentos. La gente predica lo que desearía pero no se atreve, o no se ha atrevido, a ser o hacer.

A partir de cierta edad, uno es huérfano, independientemente de que nuestros padres vivan o no; y más aún si uno, a su vez, es padre.

Mi juventud terminó de ser sepultada el día en que mi hijo nació. A partir de ese instante, comprendí que mi vida futura sería en gran medida consecuencia irremediable de mis acciones y elecciones pasadas; a diferencia de lo que ocurre en la juventud, para la que el futuro es rey, mientras que el pasado es sólo preparación.

Si al menos pudiera guiarme por alguna verdad, por más pobre que ella sea. Estoy agotado de escribir mi vida sobre hojas de arena.

Si me dejara llevar por un valor económico, el café es lo más conveniente. Si la salud fuera la prioridad, una Perrier habría de ser la mejor opción. Por el contrario, si me dejara seducir por la intensidad del placer, podría optar por un kir royale. Si se tratara de elegir un trago noble, acaso una copa de pinot noire sería la alternativa oportuna. Pero, ¿por qué valores regirme?

Los estoicos proponían no ceder frente al deseo, como una manera de ser libres respecto de la esclavitud a la que nos condenan las pasiones. Pero, ¿cómo puedo rechazar lo que ni siquiera conozco? Vous désirez?, insiste en preguntarme este tipo al que ni siquiera conozco. Entiendo que pueda haber un placer incluso en no ceder a la tentación, pero no se trata de eso, ya que ni siquiera sé lo que deseo.

A tal punto me siento contaminado de palabras, que no puedo dejar de vomitarlas en un intento desesperado de vaciarme de ellas. Pero no se trata de evitar el dolor. No le escapo, y estoy dispuesto a ir hasta el fondo; posiblemente descubra algo en el camino. Una palabra que contenga a todas éstas y que me permita incluso pedir finalmente un expresso. Porque no sería el mismo café que el que podría estar solicitando ahora mismo, de no haber hecho esta travesía que aún ignoro a dónde me lleva.

Pero no me consuelo pensando que las tragedias conlleven un para qué, a lo sumo, nos recuerdan la naturaleza absurda de la existencia.

Debe existir un anónimo récord mundial que posiblemente nunca logrará aparecer en el libro Guiness. ¿Cuál habrá sido el cliente que más se demoró en pedir algo? Lo mío, por lo pronto, no puede ni compararse con tal hipotético campeón. Cabe pensar, indefectiblemente, que si hubo, o bien hay, un verdadero campeón de la espera perdido en algún rincón del planeta, ¿cuál habrá sido la razón para semejante estiramiento del tiempo? Nunca lo sabremos; pero existe un ganador, y me gustaría conocerlo. Posiblemente tengamos mucho de qué hablar.

¿Habrá sufrido, al igual que yo, de un exceso de palabras? Este exceso es producto de una falta de sabiduría, indudablemente. Pero lo curioso es que cuando me siento perdido, sucede que se me revelan ciertas verdades sobre el mundo. Como si el dolor fuera condición sine qua non para ver las cosas tal cual son. ¿O, por el contrario, al observar la realidad en toda su desnudez me angustio por haber roto el hechizo entre el mundo y yo, tan necesario para poder vivir creyendo en algo? La lucidez no sólo duele: tampoco tiene solución.

El silencio no existe. Sólo existen la ignorancia y la pereza; pero las palabras siempre nos acompañan, hasta el último suspiro. Vivir en otros idiomas no ha hecho más que contribuir al problema. He creído ingenuamente que mediante la conquista del inglés y del francés me convertiría en otra persona. No fue así. Uno siempre termina por parecerse a sí mismo, no hay escapatoria.

El actor no quiere vivir la vida de otros hombres mediante la construcción de personajes; más bien desea encontrarse a sí mismo y, desde luego, nunca lo logra. Por eso los actores son seres desdichados. Su único consuelo es el aplauso del público tras intentar ser ellos mismos bajo la protección de una máscara. Pero el actor sabe perfectamente que su impostura nunca logra ocultar a su propio ser.

Al saberme nacido, convivo constantemente con el hecho de que los días mueren mientras los vivo, mientras padezco un peculiar sentimiento de autoexilio.

Si realmente creo que de esta manera voy a lograr decidir qué pedirle al mozo, no voy por buen camino. Pero si pidiera cualquier cosa, así, al azar, tampoco llegaría a nada; sería una fuga. Aún imagino que, tal vez, pueda encontrar una palabra que detenga el devenir de mis pensamientos y mis emociones. Porque primero siento y luego pienso, esperando que las palabras puedan ordenar mi caos. Es ingenuo, lo sé, pero no se me ocurre otra solución. Combatir las palabras con palabras es como pretender evitar la violencia con más violencia. Pero no encuentro otra manera de apaciguar mi beligerancia verbal que produciendo otras palabras.

Cada vez que tengo la oportunidad de leer o de encontrar a un hombre que transmita algo parecido a la sabiduría, no puedo dejar de sentir el dolor y el sufrimiento que lo obligaron a percibir la vida de determinada manera e intentar encontrar una solución a su dilema. Incluso quienes se muestran alegres de manera auténtica parecieran reír como conclusión y no como mera expresión espontánea de su estado de ánimo.

No conozco una palabra que distinga esta clase de exilio. El exilio tiene que ver con esta forma de destierro.

No deja de sorprenderse por la falta de sorpresa de los que le rodean. Todos los que nos encontramos en este planeta vamos a morir en pocas décadas, la mayoría en no más de cincuenta años; y sin embargo, ve a un hombre que acaba de ingresar al bar y pide alegremente una copa de vino tinto. ¿Cómo lo hace? ¿Cuál es su secreto? ¿Qué es lo que otros no saben y él sí? No hay nada natural en vivir. En la tierra estamos rodeados de vida, pero, por lo que sabemos, no lo estamos en el universo. Sin embargo, la gente entra a un café y pide un expreso como si los bares y el café molido existieran desde la eternidad; como si nada hubiera sido construido, como si fuese absolutamente evidente que nosotros existamos y sepamos con toda certeza que lo que queremos o deseamos sea precisamente un café.

Hay quienes me dirán que no tienen tiempo para cierta clase de preguntas. Y yo me pregunto, casi indignado, cómo es que tienen tiempo para otras.

¿A nadie le sucede, acaso, cuando se despierta para ir al baño de noche, entre el sueño y la vigilia, verse a sí mismo como un animal que orina? Tuvieron que pasar millones de años para que la materia se conviertiera en vida, y la vida, en alguien que pueda preguntarse a sí mismo acerca del origen y del sentido. Todo esto sucede cuando este animal que se le da por hablar siente un mundo prehistórico en su cuerpo, que se hace presente mientras intenta no esparcir su orina sobre la tabla del inodoro. ¿Yo soy mi cuerpo?, me pregunto, en tanto soy testigo de ese líquido amarillento que es expulsado hacia el agua del inodoro sin que siquiera me lo proponga, tan sólo porque soy su vehículo.

¿Acaso soy esa mano que sostiene mi miembro con el propósito de conducir mi pis hacia el centro del inodoro? ¿Por qué será que la gente se escandaliza sólo cuando sufre un accidente y pierde literalmente la función de alguna parte de su cuerpo, pero no parece escandalizarse por haber nacido con sólo dos brazos, dos piernas, cinco dedos en cada extremidad y un par de ojos?

Todo lo que hubo de suceder desde las primeras moléculas y la aparición de la vida para que un animal vestido con un traje negro y una camisa blanca comprados de apuro en el tercer piso de las Galerías Lafayette se siente en un café sin que medie prácticamente ninguna reflexión ni contrariedad, pueda llamar al mozo y ordenar lo que desea, le resulta por lo menos sorprendente.

Su celular no se inmuta. Permanece encendido, pero sin comunicar más que silencio. A su vez, siente que el mozo lo mira constantemente, con el sólo objetivo de atormentarlo.

Se quiere ir de allí, pero ya es demasiado tarde.

No concibe esclavitud más severa que cuando se sabe libre. La libertad le resulta tan exigente que ni un café le permite tomar sin que su ceño fruncido lo observe, como diciendo: “Es tu decisión”. Sí, ya lo sabe. Pero no es una cuestión de indecisión. Sólo aparentemente, en todo caso.

No tengo inconveniente en escoger bajo presión. El problema es cuando no tengo argumentos para justificar una elección, cualquiera sea su importancia, sufro de incertidumbre.

Convengamos que llegar a un bar y levantar la mano al mozo, pedirle un exprés, distraerme un tiempo largo para finalmente pagar la cuenta y retirarme, creyendo que sólo me detuve a tomar un café, es realmente absurdo, aunque posiblemente inevitable.

Uno se pone a prueba en esos momentos intrascendentes, como cuando vislumbramos algo de la existencia de una persona a la que se le toma una foto en el instante en que el modelo se olvida de nuestra presencia, y de la propia. Esas son las mejores fotografías. Cuando expresamos algo parecido a una verdad ligeramente profunda acerca de quienes somos. Pero, a su vez, también lo somos en nuestros disfraces y diversos personajes de la vida cotidiana.

Si lograra alcanzar ese estado de distracción, podría fácilmente resolver mi pedido al mozo. Pero no puedo distraerme voluntariamente de mí mismo, de mí, o ¿sí?

¿Por qué me preocupo tanto, si después de todo la vida no es más que un juego sin reglas en la que debemos creárnoslas de manera más o menos arbitraria? ¿Qué pasaría si le preguntara al mozo, cuando se vuelva a acercar, e indefectiblemente lo va a hacer, estas son las reglas et vous que est-ce que vous désirez? (¿y usted, qué desea?). Invertir el juego y preguntarle qué es lo que él desea?

Pero duda de, finalmente, tener el coraje para hacerlo. Ser consciente del hecho de que todas las reglas de sociabilidad fueron creadas, no le permite necesariamente quebrantarlas sin consecuencias. No se permite no ser parte del mundo, aunque por momentos lo desee. Entretanto, a pesar de su rechazo por no pocos hombres, es evidente su búsqueda de reconocimiento por quienes desdeña.

¿Por qué no se va, y ya?

No puedo evitar sentir la constante atención del mozo, que seguramente no comprende mi actitud. Posiblemente piense que soy de los que usufructúan las instalaciones sin consumir. Pero, a juzgar por mi apariencia, mi nuevo negro traje y mis zapatos al tono, no debe lograr colocarme en esta última categoría. Gracias a mi apariencia, creo que estoy a salvo, por lo menos veinte minutos más. A un caballero se le concede su tiempo, mientras que la tolerancia para un indigente es mucho menor, sino nula.

Cuántas veces ha intentado organizar sus pensamientos, emociones y prioridades, como quien ordena los cajones de su escritorio para así creer verlo todo con mayor claridad. Pero, a diferencia de los cajones, el orden mental es una ilusión. Nada permanece estático. Y sin embargo, lo intenta, como si sólo se tratase de acomodar meros objetos.

Si pudiera, al menos, detener la vida, aunque sólo fuese por un instante, como se hace con una cámara fotográfica. Nadie puede doblar un traje mientras viaja en un automóvil que avanza a determinada velocidad, con las ventanillas abiertas. Es necesario detenerse para domesticar la ropa. Un auto puede detenerse, pero no la vida, a no ser que ésta ya se haya detenido por completo, y para siempre.

La vida insiste en vivir, incluso cuando no lo logra. No le importa si un hijo es el resultado de la unión forzada entre una mujer y su violador, o la de una pareja enamorada que lo viene intentando todo para que su apareamiento sea fértil. La naturaleza no se encarga de juzgar nuestros sentidos. Él sí lo hace, y toda severidad es poca. No sólo se detesta por haber concebido un hijo con la persona equivocada, sino que se tortura imaginándose a un hijo con la encantadora Juliette, una francesa a la que frecuentó recientemente, durante siete escasos días, en Lisboa.

Juliette es una de esas mujeres a las que uno desea tomar de la mano constantemente.

Indudablemente, hay gente feliz, y mucha que no. Pero, los desdichados, ¿por qué viven? ¿Son ellos los que siguen apostando a la vida, aún cuando hacen todo por dejarse morir, o bien es la vida la que insiste en vivir? ¿Cuál es el sano equilibrio entre vivir y dejarse vivir? Realmente, podría dejarme de joder y pedir un café, ¿no?

Se trata, quizá, de dejarse ser y comprender que la vida no es controlable. En todo caso, hay temas muchos más trascendentes que controlar, que lo qué beber en un bar. Pero, si ni siquiera soy capaz de conocer lo que deseo en este momento, ¿cómo voy a lograr decidir asuntos más relevantes? No hay preguntas banales: sólo hay respuestas que lo son.

Me estoy agotando de mí, de mis palabras. Yo soy mis palabras. ¿O sólo las utilizo como quien usa herramientas? Cualquiera sea la respuesta, me siento absolutamente contaminado por ellas de manera adictiva. Cuantas más palabras asimilo, más las necesito para vivir. Porque muchas pierden su valor, sí, pero entonces me propongo encontrar alguna que las reemplace y consiga en mí un efecto intenso y duradero. Nada muy distinto a lo que experimentará cualquier adicto con su droga preferida.

De chico, y luego de joven, una palabra que creyera verdadera podía durarme años. Hoy en día, para mí las palabras tienen el mismo valor relativo que las acciones en la Bolsa. Suben y bajan, en función de mi propia demanda. Cuando una palabra comienza a perder valor, me veo en la urgencia de intentar reemplazarla por otra capaz de aliviar la incesante incertidumbre que me produce vivir. Cada vez necesito más palabras para comprender menos.

A pesar de sus dudas y temores, se aferró a su vida, sujetándose como un náufrago al mástil. Deseaba ser padre, tanto como esas mujeres que, ya resignadas a no encontrar a su príncipe azul, fallecidas ellas y fallecido él en su lejana juventud, se abalanzan sobre cualquier semental que les permita procrear antes de que su reloj biológico les comunique basta. Le resultaba intolerable e inadmisible la imagen de un hijo suyo abandonado a la intemperie de una orfandad provocada por su propio alejamiento. Y es por eso que aún se culpa de haber deseado, durante algunas noches de terror, que su hijo no fuera su hijo, cuando a la vez siempre supo, y sabe, que lo ama como al aire cuando nos falta.

Los biólogos se preocupan por los procesos que hacen posible la vida, pero parecen poco consternados por el por qué y el para qué. A veces pienso que la salud y el equilibrio mental no son más que un mecanismo de defensa, para no volvernos locos por el simple hecho de vivir.

¡Qué locura no enloquecer!

Si yo soy lo que como, ¿cuándo es que el trozo de brie que comí ayer, junto a mi amigo Richard, en su departamento de la rue St. Maur, se convierte en mí? Si uno es lo que vive ¿cómo vivir de manera fresca y espontánea? Sólo los asmáticos parecen darse cuenta de que el aire que respiran es necesario para vivir. Todos los demás estamos demasiado acostumbrados a respirar, como si no hubiera nada extraño en el hecho de que hubieran debido sucederse millones de años hasta que algunos animales desarrollásemos pulmones para inhalar oxígeno y exhalar anhidrido carbónico.

Su mirada busca, a pesar suyo, la pantallita del teléfono celular.

Me resulto intolerable, en momentos así. ¿Por qué no me puedo relajar, como esa pareja de jóvenes que acaba de entrar, o aquel señor tranquilo con su copa de vino? Si al menos tuviera el coraje de pedir cualquier cosa, o bien de ir al fondo de lo que me perturba y no me permite siquiera decidirme sobre lo que quiero pedir. No voy a engañar a nadie más a que a mí mismo. ¿Por qué no tengo el valor de enfrentarme al que soy en este momento?

El español pareciera ser un idioma más sincero que el inglés y el francés, en lo que respecta a los verbos auxiliares ser y estar. Para el inglés, el verbo to be es equivalente a nuestro ser y estar, al igual que en francés lo es el verbo être. Sabemos que una de las grandes complicaciones de la vida es ser donde uno está, y estar donde uno es.

Casi siempre suelo estar en otro lugar, aunque sólo porque me invade el pasado, o bien porque me ilusiono o preocupo por un futuro que, por definición, es tan incierto como inexistente.

Nosotros, los hispanoparlantes, sabemos bien que pocas veces somos donde estamos, mientras que en otras lenguas esto se torna aún más ambiguo, ya que a priori uno es donde está, y está donde es. Tanto el to be como el être son tiempos verbales que amalgaman el ser y el estar. Sin embargo, esta pareciera ser en mi situación actual: más una expresión de deseos que una realidad. De lo contrario, probablemente ya estaría con un pocillo de café entre las manos.

Puedo vivir de mil maneras distintas. Pero no sé vivir sin alguna palabra que me guíe. Lamentablemente, no se me ocurre ninguna que consiga detener esta catarata de ideas y pensamientos que no conducen a nada más que a confirmar que no sé vivir. Apenas vivo como puedo.

Si realmente uno siempre puede más, y sin embargo no logra superarse, ¿realmente puede más? Creo en la voluntad y en la autodisciplina, pero ¿qué me lleva a emplear mayor o menor voluntad? ¿De qué depende? ¿Acaso mi voluntad es hija mía? Si así fuera, habría otra voluntad que determina mi voluntad. Porque no veo cómo una voluntad podría dirigirse a sí misma. Y así hasta el infinito.

No pongo en duda mi voluntad. Muchas cosas las he logrado gracias a ella, y muchas no, por falta de una férrea perseverancia. Pero dado que la voluntad existe en mí ¡¿Quién soy yo en este momento?!

El mozo parece haberse olvidado de su presencia, como un fotógrafo que, luego de larga convivencia con sus personajes, logra que éstos se olviden de su cámara.

Observa que un hombre mayor amaga entrar al café para rápidamente volver sobre sus pasos y perderse en la lluvia. Él, en cambio, terminó sentándose en una mesa. Es demasiado tarde para no haber entrado. Y aún si decidiera irse, no se puede torcer el pasado; a lo sumo, se puede intentar olvidarlo.

Mi libertad me está esclavizando, hasta no permitirme siquiera no pensar en ella. Si, por el contrario, aceptara que no soy tan libre como creo, ¿lograría liberarme de este estado? Tal vez, pero la libertad se resiste hasta tal punto que no me permite actuar. Es un peso que me acompaña a todas partes, haciéndome sentir la gravedad de mi propia biografía. Y si bien no puedo borrar ninguna frase, ella cambia según mis caprichos, dolores, alegrías y escasas certezas.

No hay peor hipocresía que la honestidad. Nunca soy del todo honesto. Siempre se me escapa algo. Si al menos pudiera nombrar lo que se me escurre, mi honestidad habría de ser más íntegra. Para ser absolutamente sincero, debería escapar de la palabra y expresar lo inexpresable sin recortes ni entonaciones. Porque aún en el silencio, como en el beso, hay palabras. El orgasmo las suspende, las posterga, pero no las silencia; a lo sumo, las acalla. Las palabras son peligrosas, sobre todo cuando tan sólo percibo su subterránea existencia. Sólo la muerte puede con ellas.

Estoy hecho de palabras. Palabras que, por lo general, ni siquiera sospecho qué son ni cómo me constituyen. Hasta que miro atrás y vislumbro la estela de mi propio devenir. ¿He elegido? Sí, pero no del todo. Si la estela es profunda, no puedo más que sorprenderme frente a una oración que se repite constantemente, independientemente de las palabras y acciones que creo elegir.

Algunas palabras tallan la vida y la cara de una persona, como el agua convierte en arena a la roca más inconmovible.

Sabe que eligió mal, y sin embargo desconoce el porqué. Sólo comprueba que no ignoraba que aquella mujer le ocasionaría enormes problemas. Vamos, claro que lo sabía. Lo que no comprende es por qué no lo supo mejor.

El silencio del teléfono sigue resonando en todo su ser.

El éxito de un hombre debería ser medido por las palabras que haya logrado conquistar y desechar a lo largo de su existencia. Puede llevar toda una vida desprenderse de ciertas palabras, si es que alguna no lo ha destruido ya a uno. ¡Cuántas vidas fracasadas, malgastadas, son el producto de una palabra equivocada!

¿Pero de qué palabras estoy hecho? El placer me hace pensar en una copa de bordeaux; la salud, en una botellita de Badoit; la alegría, en un kir, y la seguridad en un expresso. Pero las palabras compiten entre sí. Unas pocas intentan desplazar a otras, mientras muchas tienen la pretensión de considerarse inamovibles. Sólo el silencio me permitiría decidirme. ¿O es el haber podido elegir lo que me provocaría, al menos por un ligero instante, un silencio auténtico, un silencio que no calle, sino que simplemente carezca de palabras?

Todas sus reflexiones le suenan impostadas, cobardes e inútiles.

Pero si Juliette estuviera presente en este momento, no me estaría haciendo estas preguntas innecesarias y ya habría bebido cualquier cosa.

No hay certeza más irremediable que la de sus ojos. Constata que amar un amor no correspondido es como pretender saciar la sed con agua de mar.

Vuelve a comprobar que su celular permanece encendido.

¿Es posible que alguien sea constantemente feliz? Ese parece ser el caso de Juliette. Como si su vida se desenvolviera en una somera profundidad. Como si una gran sabiduría le permitiera fluir de manera eternamente liviana. Su felicidad contagia; también duele.

Desconfía.

¿Cómo hacen esos hombres bien educados para emplear tan pocos signos de interrogación? ¿Cómo logran conducir sus vidas con tantas afirmaciones? No sé si los admiro o los envidio, o sencillamente los desprecio con una arrogancia ejercida a base de palabras prestadas. Entran a un bar, y de antemano saben lo que pedir. Indudablemente, van sumando afirmaciones, sin que se les cuelen preguntas. Viven mejor que yo.

Pero, ¿a quién le interesan las razones por las cuales no estoy dispuesto a pedir un expresso?

¿Cómo miro? Si pudiera mirar mi propia mirada, posiblemente obtendría mayores respuestas sobre mí. Pero sólo los demás pueden observar mi mirada. En definitiva, nunca sabré quién voy siendo. Y no tengo más remedio que conformarme con múltiples miradas externas que no son más que espejos deformantes de mí mismo. Y peor aún, termino siendo sólo eso: un reflejo distorsionado.

Una mera caricia le hubiera bastado para pedir algo, ya. Con un simple llamado de Juliette, todo le parecería atinado y oportuno. Pero, ¿qué es más real: la visión del mundo desde un cuerpo que se sabe amado, o la desnudez con que se nos presenta la realidad cuando sentimos que siempre estamos solos?

No podría afirmar que el sentido de la vida sea el amor, pero sí es admisible concluir que una vida sin amor no tiene sentido.

-Vous avez choisi ce que vous désirez? (¿Ya sabe lo que desea?), le pregunta el mozo intempestivamente.

-Et vous? (¿Y usted?), le pregunta a su vez, como quien reaccionara a un golpe bajo con una trompada.

-Quoi? (¿Qué?), replica el mozo, sin comprender, a lo que él responde:
-Et vous-savez ce que vous désirez vous? (¿Y usted sabe lo que desea?)

Desde luego que no está en su repertorio contestarle. El mozo se aleja tras decirle, con el mismo tono neutral de un psicoanalista al paciente urgido de algún consejo, opinión o juicio de valor:
-Prenez-votre temps (Tómese su tiempo).
Se lo dice como si hasta ahora él no estuviera tomándose más tiempo del que usualmente estaría dispuesto a invertir para elaborar una decisión de semejante magnitud.

No puedo seguir vivendo así. Después de todo, se trata de pasarla lo mejor posible, de ser feliz. Aún cuando mi hijo continuara secuestrado por su propia madre. Pero sufro. Sí, a veces uno sufre por las dudas. Porque imagino que me hijo no la está pasando bien. También sufro porque no encuentro alternativas a tanta locura, impotencia e injusticia.

Mi hijo necesita un padre feliz, me digo todo el tiempo, a la vez que me pregunto si es posible serlo en estas circunstancias.

Alguna vez, en la vida un hombre, para constituirse en uno de verdad, éste debe plantearse el sentido de su propia existencia. Una vida que no se pregunte sobre el sentido es, por definición, una vida insensata. Todos vivimos, en mayor o menor medida, con sentidos prestados, que incorporamos como verdades incuestionables. Pero la vida que nos vive no es tan domesticable, y más temprano que tarde la pregunta que parece estar inscripta en nuestro código genético irrumpe con violencia en nuestros cuerpos. Es inevitable, y terriblemente poderosa.

Hay quienes intentan escapar a su demanda, pero el precio es muy alto: sufrir sin percibir el dolor. No hay nada más patético. Porque el dolor, al menos, tiene la función de despertarnos, de ponernos en alerta. Pero el que sufre sin dolor ya ni sabe que sufre, y por eso termina sufriendo el doble. No sabe de dónde proviene este dolor que se le instala en el cuerpo como una certeza frente a la cual no puede más que asumir, y tratar de combatirla. A veces, el dolor es provocado por un par de palabras que se enquistan en nosotros hasta calarnos los huesos. Pero una vez presentes, su poder es inmenso. Intentar combatirlas con indiferencia implica un suicido, ya que las palabras encarnadas son como células cancerígenas que nos matan de a poco, hasta convertirse en metástasis.

Tres palabras se acaban de instalar en él con inusitada virulencia: ¿He vivido bien?

¿Cómo saberlo? ¿Por la consecuencia de sus actos, o por lo que pensaba y sentía en momentos en que sus elecciones lo convirtieron en quien fue siendo hasta ahora? Es evidente que nadie comete errores de manera voluntaria; sin embargo, no es cierto que ellos sean sólo retroactivos. Solemos saber lo que está bien y lo que está mal, sólo que por múltiples razones no siempre estamos dispuestos a actuar bien. ¿Por qué? Aún se lo pregunta.

¿En qué medida elijo, y qué elijo, ignorando que nunca elijo del todo?

No se arrepiente de arrepentirse, aunque sospecha que el arrepentimiento es un acto de soberbia que pretende hacernos creer que se podría haber actuado distinto. Como si fuéramos capaces de controlar el azar. Y nada es más azaroso que el sencillo hecho de haber nacido. De ahí en más, no podemos pretender que todo sea elección. ¿O sí?

En la tensión inherente entre el hecho de haber vivido y muerto ya cuarenta años, el ¿he vivido bien? se le manifiesta con tal furia que ya no está seguro ni de poder elegir el color de un par de medias sin someterse a la torturante pregunta: ¿Acaso he vivido bien? Aunque tampoco está del todo de acuerdo con las palabras vivido bien. ¿Según qué parámetros, qué referencias, qué emociones?, se dice.

Cuando me cuestiono a mí mismo, ¿a quién le contesto?; o bien debo decir ¿a quién me contesto?

Tengo la sensación de que no soy uno, sino dos. Suena tan pretencioso como irrebatible.

Todo el dilema radica en cómo, a partir de un óvulo y de un espermatozoide, surge un bebé, que al instante (si lo medimos en términos de la edad del mundo) protesta porque el lomo a la pimienta verde que acaba de serle servido junto a una porción de papas fritas y un merlot no está a punto. Es la materia la que siente, la que degusta a otra materia ya muerta, y se rebela porque la carne no está a punto.

Resulta que hay moléculas que luego se transforman en células, y que a partir de un cierto desarrollo eligen un bistró para luego celebrar el buen servicio o quejarse por el malo.

Puede que el ego sea la negación del origen. El ego se inclina hacia la muerte aunque se manifieste negándola. Pero lo que niega con mayor descaro es el hecho de haber sido nacido. Nuestra cultura no sólo tiende a negar la muerte sino, y sobre todo, niega el nacimiento.

Hay sólo algo más escandaloso que el indefectible hecho de que moriré. Es todavía más siniestro tomar conciencia de que fui nacido por pura capricho de mis padres. Y que en términos de probabilidades no debería haberlo hecho. Basta pensar en la cantidad de espermatozoides que intentan fecundar a un óvulo, y a su vez en todas las concepciones históricas que tuvieron que darse entre mis padres, abuelos, bisabuelos y así sucesivamente, para comprender lo incomprensible, lo azaroso de estar vivo.

Apenas vivo como puedo. ¿Podría acaso poder más o mejor? ¿Podría poder distinto? En tal caso, hay siempre varios caminos posibles, o a fin de cuentas el camino elegido es la resultante de innumerables variables que, en consecuencia, y de manera retroactiva, adivino que sólo podía ser de esa manera, y de ninguna otra. De ser así, debería aceptar la idea de destino. Como si a pesar de mi angustiosa libertad estuviera predestinado a mi constante devenir. De ser así, además, mi arrepentimiento por haber participado de un patológico juego amoroso con la madre de mi hijo no tendría cabida.

Por más vueltas que le dé al asunto no encuentra manera de asimilar que una mujer pueda acusar falsamente al padre de su hijo de haber abusado sexualmente de él, con la sola intención de separarlos, provocando así la orfandad de su propia descendencia.

Mi libre albedrío no sería más que la ilusión que me permite sentir que controlo mi destino y quien quiero ser. ¿De qué estoy hecho? ¿Por qué y para qué me encuentro en el café Dumas? ¿De qué palabras estoy construido, a catorce mil seiscientos días de haber sido nacido? Me inquietan las palabras invisibles que me guían, constituyendo mi condición de analfabeto respecto de mi propia existencia.

Vuelve a mirar de reojo su celular, como quien espera una revelación. Se resisite a marcar su número luego de haberle dejado tantos mensajes que no obtuvieron respuesta.

De repente siente una ola de alegría cuyo origen desconoce. Se siente a gusto consigo mismo. Porque sí. Quizá se deba a la vitalidad que expresa el dolor cuando éste es producto del amor. Inesperadamente, se siente con ganas de pedir un plato de quesos.

Existen mamíferos que, si no logran que otro de su misma especie le transmita que le importa que haya nacido, toman la decisión extrema de matarse. Es curioso, sí, pero irremediable. Absurdo, si se quiere, pero lleno de sentido para quienes lo padecemos.

La pasión que vivimos los animales que tenemos la costumbre de hablar es curiosa. Porque se nos presenta sin previo aviso, por motivos diversos y en cuerpos distintos, en los momentos más insólitos y provocando las reacciones más esperadas e inesperadas de las que el hombre es capaz. Pero a las pasiones no las elegimos; a lo sumo, las padecemos y disfrutamos de manera impotente y llenos de energía.

Si el amor (a mor, sin muerte) combate a la muerte, quiere decir que la muerte es la soledad. Sólo muero si no estoy solo. Una mera tilde en una o, y el sentido de la vida cambia, es otro.

Siguen entrando clientes que se sientan dispuestos a beber café, cerveza, agua, copas de vino. La escena le es absolutamente conocida, pero ya no logra vivirla como familiar. Hasta hace poco, él era uno de ellos, pero hoy se le presentan como extraños animales vestidos, que conversan y ríen mientras ingieren algún tipo de líquido sin más esperanza que llenar un vacío.

Es consciente de que no cree en todo lo que piensa ni en todo lo que siente. Pero no puede evitar pensar lo que piensa, aunque sepa que eso no es del todo cierto.

Constata la hora y toma conciencia de que su amigo Richard lo espera en breve, para cenar en su casa. Seguramente no faltarán los quesos que tanto le apasionan y que añora cuando se encuentra en Buenos Aires. Richard viene cumpliendo el ritual de agasajarlo con sus quesos predilectos cada vez que viene a trabajar a París.

Su repentina alegría decae frente al hecho de constatar que, entonces, pedir un plato de quesos no es una buena elección. Porque si bien acaba de descubrir lo que desea, no quiere que sus actuales ganas le impidan disfrutar de un anhelo mayor: celebrar su amistad cumpliendo el ritual de todos estos años. Por momentos, piensa que es imposible vivir el presente sin poner en peligro el futuro.

Necesito hacer algo, aunque más no sea consumir un cigarrillo. Nada hay nada más difícil que no hacer nada. Nada. Ni siquiera pensar. Mi vida se resiste al vacío.

La extrema pereza y la hiperactividad son dos caras de una misma moneda. La falta de sentido. Unos lo aceptan y deciden que no vale la pena el esfuerzo. Otros nos alienamos creando un sentido que nos es ajeno, prestado, y cuyo único propósito parecería ser evitar el sinsentido que subyace y guía toda existencia.

Nunca comprendió la jactancia de algunos escritores al manifestar su dificultad de enfrentarse a la página en blanco. Porque, según él, sólo algunos iluminados pueden permitirse una página en blanco. Todos, por el contrario, no hacemos más que escribir, hablar y crear, con mayor y menor talento, vomitando palabras y emociones que no tienen otro sentido que hacernos llenar una vida regalada.

Por motivos múltiples, a las preguntas que hacen los chicos se las censura, o se las autocensuran, de tal manera que luego sólo podemos vivir a base de rituales y de palabras vacías, como milagro y dios.

Recuerda que su madre no supo qué contestarle cuando le preguntó de dónde venían los chicos. No es el aspecto sexual de la pregunta lo que manifiestamente incomoda a los padres adultos, hasta el punto de que ninguno se atreva ni a reflexionar al respecto; es la certeza de que todo lo que se reprime, en este caso la conciencia de haber nacido, retorna como un bumerang furioso.

Nunca escuchó a ningún adulto que volviera a formular la misma pregunta. En el mejor de los casos, compran libros sobre cómo lidiar con estas eventuales incomodidades, pero ni uno solo, al menos que él haya conocido, se despierta de su letargo. Nadie toma de la mano a su hijo, y en vez de intentar darle alguna estúpida respuesta, le da un beso y legitima la pregunta de su propia sangre, mediante la aceptación de su constitutiva ignorancia.

Posiblemente bastaría con responder: “Eso mismo me vengo preguntando desde que tenía tu edad, ¿de dónde venimos? No lo sé, hijo mío. Todos nos lo preguntamos: chicos y grandes. Sin embargo, nadie lo entiende. Es tan extraño… Es tan incomprensible que vos, que no fuiste hoy seas, y puedas hablar y preguntarme de dónde venimos. Lo único que te pido, hijito, es que aunque yo, tu papá, no pueda darte una respuesta, no te olvides nunca la pregunta. Es una de las pocas cosas que te voy a pedir y a recordar durante el tiempo que estemos juntos en este mundo: no la pierdas. Seguramente nunca obtengas respuesta, pero al menos vas a vivir despierto”.

¿Tendrá el coraje de contestarle algo por el estilo a su hijo? No tiene dudas de que tendría que tener mucho más coraje para mentirle innecesariamente y responderle con alguna tontería, como que a los niños los trae una una cigüeña desde París. ¿A quién se le ocurre? ¿Hay algo más dañino que comenzar la vida bajo el imperio de la mentira?

¿Cómo se puede ser tan cruel? Es como si dijeran: No preguntes más, porque yo no sólo no sé, sino que ni siquiera quiero preguntármelo, ya que probablemente descubra que mi vida es inútil, absurda, sin sentido y sufrida, sólo que ya no siento dolor, porque después de la cigüeña me inventé otros cuentos, y no deseo que mis hijos vivan mejor que yo.

Aún no sabe como habrá de explicarle a su hijo, en el futuro, que su ausencia forzada se debió al capricho de su madre, una mujer sufriente poseída por sus celos y fantasmas paranoicos. Y una justicia inoperante, contaminada por los peores excesos del machismo y de un feminismo mal entendido y miope, cobarde e ineficiente, prefiere no actuar a correr el riesgo de tomar una decisión errónea como sencilla. Los hijos deberían permanecer con aquel adulto que mejor los escuche y actúe en consecuencia.

Le resulta intolerable convivir con el absurdo de forma constante. Por eso parece serle tan necesaria una mínima cuota de frivolidad que le permita ofuscarse cuando, por ejemplo, le sirven un café aguado, viviéndolo como una agresión personal, al igual que padece el uso de manteles de plástico.

Bien podrían cobrar, en bares como este, un precio por tan sólo por sentarse. Sería una solución. ¿Por qué no? Si, después de todo, los que viven parte de sus vidas en cafés y restaurantes no lo hacen necesariamente porque tengan hambre o sed. En todo caso, esperan tener hambre para justificar ir a un restaurante. Seguramente, el umbral de libertad del mozo no es lo suficientemente amplio como para aceptar su ofrecimiento de abonar una suma de dinero por permanecer ahí sin consumir, sin caer en el riesgo de verse en la obligación de explicarse y justificarse frente a un extraño que seguramente no quiera ni pueda ni deba escucharlo.

Siempre es sorprendente cuánto tendemos a acostumbrarnos a todo. No es que se sienta confortable frente a su imposibilidad de decidirse por algo, pero de repente siente una fuerza, una energía que lo hace sentirse cómodo en su incomodidad. Espera que perdure, pero las emociones van y vienen y nunca sabe del todo porqué son provocadas, aunque a veces pueda deducirlas e incluso inducirlas. Como el buen actor que sabe dónde buscar dentro de sí, para estimular su emoción.

El teléfono sigue sin sonar, y empieza a sospechar que, a pesar de lo que cree haber compartido con Juliette durante siete días intensos, hoy repentinamente siente que lo vivido con pasión fue su ilusión acerca de un futuro junto a esa mujer que apenas conoce. Futuro que, a pesar de esa convivencia, no le pareció compartido por ella. ¿Será que Juliette es más sabia? ¿Mientras él vivía el presente como antesala del futuro, ella sólo vivía apreciando el instante? No, no puede ser. Juliette hablaba constantemente de cómo podrían, en un futuro cercano, recorrer el sur de Francia en bicicleta. No se atrevería a afirmar que se tratase de una simple manipulación de seducción para vivir con mayor intensidad sus días en Portugal. Realmente, a juzgar por su mirada intensa y confrontativa, creía en lo que ésta expresaba. Ocurre, quizá, que algunos se conforman con vivir la experiencia imaginada, mientras que otros necesitamos vivirlas intensamente, incluso a riesgo de herirnos en el intento, quizá de modo irreversible.

Nunca habrá una Juliette como Juliette; ni ella misma. Su figura se le trastoca, al igual que sus palabras y sus besos. La Juliette que adoró por una semana es la mujer con la cual convivió durante siete maravillosos días en los que todo cobraba sentido. Sin importar el lugar, ni la hora, ni el clima, podía ansiar cualquier cosa, sin siquiera meditarlo, ya que todo se le presentaba como algo evidente. La Juliette que lo subyugó con su firmeza y su tierna fragilidad, hoy es fuerte, poderosa y perfecta.

Si el pasado existe, sólo existe en sus transformaciones futuras. Nunca es estático. Porque, si en lugar de recibir un llamado ahora recibiera una carta de ella dentro de un año, en la que le explicara el porqué de su repentino alejamiento, el pasado nuevamente tomaría una forma distinta.

¿Seremos los hombres tan malos perdedores en lo que respecta al amor, que resignificamos constantemente nuestro pasado en función de nuestros éxitos y derrotas, o lo que es casi lo mismo, de si nos sentimos más o menos amados?

Puede hacer un esfuerzo intelectual y aceptar finalmente que sus apasionados encuentros sexuales no fueran más que eso.

Pero, ¿acaso la necesidad compulsiva de nuestros dedos por entrelazarse mientras recorríamos cada callecita de Lisboa no hablaban de un encuentro con ansias de futuro?

¿Cuál es la verdad? Se siente tentado por preguntárselo a Juliette. Pero aún si esto fuese posible (lo duda, dadas las circunstancias) sólo estaría buscando recrear un relato que le permitiera sentirse mejor consigo mismo, y así moldear una realidad que pudiera satisfacer, en mayor o menor medida, la necesidad de sentir que su vida no sólo tiene sentido para sí, sino también para Juliette. Pero la realidad indica que nada cambiaría en su mundo si él se muriera así, de repente, mientras dirime qué beber sentado en uno de los confortables sillones de terciopelo verde del café Dumas.

Y si ella muriera, ¿le afectaría realmente? Desde luego que sí. Pero rápidamente la vida que insiste en vivir seguiría su curso habitual. Suena odioso, lo sabe, pero se pregunta si el éxito de una vida puede medirse por el dolor que provoca la propia muerte en quienes nos rodean.

¡Cuánto mejor sería que nos llorasen en vida!, piensa.

El amor tiene ese extraño poder de enaltecernos y, a su vez, el poder de hacernos sentir tan pequeños como inexistentes. Aún tomando conciencia acerca del hecho de que alguna vez no hemos sido, y que misteriosamente fuimos elegidos azarosamente para ser en una geografía y tiempos determinados, no hay consuelo metafísico que logre apaciguar el dolor de no importarle a quien deseamos.

El mozo se ocupa de otro comensal. La lluvia continúa golpeando los grandes ventanales que separan el afuera del adentro. Y así el mundo sigue su curso, independientemente de lo que él sienta y piense. El mundo está más allá de él, y a su vez, sin él.

Saber y conocer no son antídotos de nada, porque, después de todo, las palabras son apenas metáforas que pueden alcanzar realidad propia, pero jamás logran ser la cosa. Una caricia quizá no cure, pero alivia. La caricia tiene el poder de silenciarme, aunque sólo por poco tiempo.

Las caricias son como palabras pronunciadas por la piel. Me apaciguan, a la vez me abren el apetito, provocándome a querer siempre más, hasta su repetición infinita. Pero la caricia, al igual que el tiempo, carece de presente. Su ilusión es la de hacernos sentir que consigue detener el tiempo, al menos por un instante. Pero, por su propia naturaleza, la caricia sólo se siente en la medida en que transcurre y no se detiene; es la expresión amorosa del devenir.

Si ella existe, sólo existe en un presente continuo. La caricia es capaz de separar el pasado del futuro, para sumergirnos en el puro presente. Ninguna caricia es eterna, ni más profunda que la piel. Ella contiene el dolor de los límites mientras calma su inagotable sed de reconocimiento. La caricia es caricia, a condición de que los dedos que nos tocan pertenezcan a un ser a quien amemos. Pero el amor no es suficiente para aceptarla. La prueba es que, a partir de cierta edad, más allá del amor que pueda haber entre padres e hijos, los padres ya no acarician a sus hijos como cuando eran pequeños. Y la caricia de una mano por la cual no nos sentimos atraídos produce un efecto opuesto al deseado, siniestro incluso, hasta el punto de tornarse un guante de papel de lija.

No hay caricias indiferentes.

Mientras las palabras lo siguen invadiendo sin que él las convoque, se pregunta si debe escribirlas. Pero, ¿para qué?, se contesta casi simultáneamente. Nadie escribe sólo para sí por más que nadie vaya a leer lo que uno escriba. Declarar que uno escribe para uno mismo es como afirmar que el suicida comete su acto sin dedicarle, secreta o directamente, su muerte a alguien.

Pero, ¿qué sentido puede tener escribir sobre la imposibilidad de un hombre que, habiendo ya vivido y muerto trescientos treinta y cinco mil cuatrocientas horas, entra en este café de París y descubre que ya no quiere ni puede, o no sabe, pedir el exprés que viene bebiendo repetidamente durante su vida? La pregunta, aparentemente inocente, de un anónimo mozo parisino Vous- désirez, monsieur? (¿Qué desea, señor?) le despierta una catarata de interrogantes que no parecen poder aplacarse en su intento de descubrir qué es lo que realmente desea. Todo el sentido de su vida parece ponerse en juego ante la elección de qué pedir. Nunca se planteó, en sus años de hombre adulto, beber otra cosa que no fuese un exprés.

Hay quienes pueden encontrar el relato interesante, pretencioso, sin trama o sencillamente aburrido. Otros quizá se identifiquen y esperen descubrir algún tipo de respuesta. Secretamente, siempre buscamos una respuesta en la palabra escrita. Pero es probable que ciertos textos tienen el poder de transformar la vida de un hombre; aunque de ahí a transformar la propia vulnerabilidad en arte, eso es una quimera. Sin embargo, estamos rodeados de falsos alquimistas. Y aún así, siente el impulso de escribir acerca de este hombre.

A este hombre lo voy conociendo en cada palabra que me dicta.

Pero, ¿quien estaría eligiendo escribir acerca de esta persona, si la naturaleza de nuestra identidad es cambiante, constante y, en definitiva, no más que una sucesión de relatos, propios y ajenos, acerca de lo que solemos identificar como ser uno mismo?

Vuelve a pensar en Juliette y en lo que acaba de escribir en una servilleta. Miro tu mirada que me mira, sin embargo, no miramos el mirar de la mirada. El mirar de la mirada es ese punto ciego, al igual que el del relator que intenta descubrir la identidad a partir del relato sobre su propia identidad; es decir, sobre el relato de su propia existencia. Esto es como pretender mirar la propia mirada. Imposible. Un espejo tampoco es la solución. Porque el espejo sólo refleja una mirada que no logra mirarse desde afuera. Tendríamos que ser otro por un instante y percibir la propia mirada, para así sentir la propia.

¿Es posible, entonces, escribir acerca de uno? Sí, pero a condición de comprender que no es más que una ficción que hacemos sobre nosotros mismos.

¿Será este destierro que padece respecto de sí desde que tiene uso de razón el que le produce sentirse exiliado en su propio país y desterrado del seno de su círculo íntimo? Existen palabras como exilio, destierro, homesick (enfermedad del hogar, en inglés), depaysé (sin país, en francés), pero ninguna reconocida que implique sentirse de esta manera en suelo propio, en la propia tierra, entre los suyos. Porque el problema, en este caso, es que no hay a dónde regresar. No hay origen, sólo devenir.

No hay peor desilusión que la falta de ilusión. Y es eso, precisamente, lo que me provoca la ausencia forzada, y absurda, de mi hijo, en manos de una madre incapaz de medir las consecuencias de la futura memoria de su propio hijo.

Juliette no aparece. El mozo comienza a mirarlo con sospecha y, desde su punto de vista, debe admitir que lo comprende. No sabe qué desea. Todo intento de salirse de sí mismo lo hunde aún más en las profundidades de su ser, como si se encontrase atrapado en arenas movedizas.

El peso de no poder acariciar a su hijo es monstruoso. Lo lleva a replantearse su vida, su sentido, sus gustos. Se expone frente al mozo y se ilusiona ante el hecho de transformar su derrota en la redacción de este mismo libro, con la esperanza de parir un significado.

No posee control ni siquiera sobre qué beber; sólo padece, su propia voluntad. Unas brazadas en el Mediterráneo le provocarían un nuevo estado. Tal vez. Lo peor de todo esto es percibir ese inconfeso orgullo que siente al cuestionarse. Pero, a su turno, no puede más que confirmar cuán patético es sentirse así cuando en realidad sólo está intentando lidiar, como puede, con la indiferencia de Juliette y la ausencia de su hijo.

La lucidez no es un síntoma provocado por el dolor. Es una enfermedad como cualquier otra. Sólo que en ciertos contextos se la celebra, probablemente con el propósito de alimentar el ego de los sufrientes para que sigan doloridos en lugar de uno.

Quizá por morbo busque redención en los sufrientes, para no sentirse tan único en la desdicha. Intenta buscar respuestas en otros que hayan atravesado tragedias inmensas. Pero difícilmente busque respuesta a su falta de alegría en gente alegre; más bien, tiendo a buscarla en gente dolorida para que le guíe y le enseñe a vivir con alegría. Un adicto legitima la palabra de un ex adicto, y no de alguien que ni siquiera fumó un cigarrillo en su vida.

Pero, ¿por qué valoro más al que se levantó luego de haberse caído varias veces, en lugar de aprender de quién supo o retuvo el talento de nunca caerse?

Pero, ¿qué es mejor: haber vivido muchas experiencias durante el transcurso de una vida, o bien haber vivido con menos intensidad pero habiendo logrado sortear experiencias muy dolorosas? En otras palabras: si pudiera elegir entre una vida tranquila, serena y sin mayores sobresaltos o una vida en la que las alegrías y satisfacciones fueran directamente proporcionales a mis pesares y frustraciones, ¿qué escogería?

Cree que de sincerarse consigo mismo podría afirmar que ha elegido, y continúa escogiendo, una vida de altibajos. Quizá sea así porque no sabe vivir de otra manera Pero, ¿realmente elige? Elegir presupone que uno tiene la libertad de escoger un sendero entre varios caminos. ¿Acaso es posible elegir cuando ni siquiera puede decidirse qué consumir, cuando tampoco tiene la certeza de haber elegido tomar café durante años, al igual que le sucediera a su amigo Adolfo con sus helados de dulce de leche? ¿Acaso elige formularse estas preguntas? ¿Acaso elige ser un personaje de su propia imaginación?

Ya no está seguro de que sea él, o su texto, el que imagina que el mozo lo observe a cada minuto de manera intensa y preocupada. Es imposible que su propio personaje permanezca en esta encrucijada por mucho más tiempo.

Aún cuando un escritor tiene la libertad de hacer lo que le plazca, el personaje bien construido es aquel con el cual uno ya no puede dictarle hacer cualquier cosa, si se propone evitar caer en lo inverosímil y arbitrario.

Se suele decir que, a partir de cierto momento en que los conflictos, motivaciones y perfiles de los personajes son sólidos, el escritor sólo debe encargarse de la fácil y grata tarea de seguirlos a lo largo de la historia. Ni siquiera en la ficción se puede escapar a una suerte de libertad condicional. Esto es válido también respecto del personaje que escribe acerca de su propio autor, como sucede en este instante.

Se cuestiona acerca de la necesidad de quien lo escribe, para que a su vez él escriba un relato sobre mí sin caer en un burdo juego intelectual en el que la paradoja aparenta ser una constante.

Aunque sospecha que es justamente en la paradoja, en las calles sin salida, en los límites de la razón, donde se vislumbran las verdades a las cuales no se tiene acceso. Los límites del escritor son sus personajes, mientras que los límites de los personajes están dados por su autor. Pero, ¿de dónde surgen los límites? ¿Existen por fuera de ellos? ¿Cuál es el límite de la nada? ¿Cuál es el límite del todo? ¿Cuál es el límite de la palabra?

¿Cómo puede ser que él sea el único que en este bar viva estos interrogantes de manera tan compulsiva? Porque, evidentemente, a juzgar con la facilidad con que cada uno pide algo para beber, se acomoda la ropa, sonríe, se expresa y finalmente paga para partir, nadie se está preguntando nada. ¿Cómo hacen para acariciar a un perro y no volverse locos frente a la certeza de que el perro alguna vez no fue?

Indudablemente, se sigue engañando, pero no engaña a su autor.

No, no me engaña.

Porque todas sus preguntas metafísicas no tienen otro objetivo que distraerlo de su emoción más aguda. ¿Cómo puede ser que, después de no poder desenlazar su mano de la suya durante una semana, Juliette no se digne a llamarlo? ¿Acaso no imaginaron compartir el próximo verano en España, frente al mar de Cadaqués? De la misma manera que acordaron reencontrarse en cualquier ciudad del mundo, según fuera nombrada en la portada diario New York Times, el próximo treinta y uno de noviembre, celebrando así el aniversario de su fortuito encuentro en una de las sucursales de la librería Fnac, en pleno corazón de Lisboa.

No tengo tiempo, piensa, o más bien siente, y luego lo traduce a pensamiento, para así intentar disipar su angustia.

En el mejor de los casos, intento saber qué hacer con él. Si supiera cuánto habré de vivir, jugaría con el tiempo de manera algo menos arbitraria. Pero no me puedo dar ese lujo. Es curioso que, en la medida en que alcanzamos una mayor expectativa de vida, nuestro ritmo de vida suela acelerarse cada vez más. El dolor, como el sufrimiento, estiran mi tiempo de manera cruel, mientras que la alegría lo acelera hasta detenerlo.

Cuánto mejor sería que ocurriera lo opuesto, se lamenta, mientras observa por la ventana cómo las luces amarillentas de la ciudad empiezan a invadir las calles, y los monumentos que brillan por el reflejo de la luz sobre la lluvia que los cubre sin detenerse.

Tiene la horrible sensación de haber estado sentado en este café por más de dos horas; sin embargo, apenas han transcurras poco más de treinta minutos desde que dio su primer paso hacia el interior del local. Un llamado, una palabra, y su vida sería tan diferente. Aunque lo suyo con Juliette no tuviera futuro, un llamado habría de resolver parte de su existencia. Porque hoy no puede relatarla sino como llena de errores presentándosele como un grave e irreparable fracaso.

El casi no existe. Casi lo logra, casi le ama, casi vive. Son todas afirmaciones absurdas y carentes de sentido. El casi no es más que una manera de intentar apaciguar el dolor que nos produce la frustración ante un éxito esquivo.

Juliette lo llama, me llama, piensa, pero no es verdad, intentando reflexionar algún accidente que se lo impide, como que ella no hubiese conservado adecuadamente su número de teléfono. Pero en el universo del amor, el casi es una falacia.

Un mero llamado, sí, y toda su vida pasada sería otra de forma instantánea. El dolor que aún lo invade no sería liberado del todo, pero sí podría convertirse en la condición que lo llevara a los brazos de Juliette. Pero, al no ocurrir, el dolor es sólo fracaso. Es estúpido depender de un llamado, y otorgarle el poder de cambiar el relato de su vida. Pero también lo es vivir sin expectativas, por temor a que éstas no se cumplan. ¿Cómo puede ser que tres palabras puedan cambiar literalmente su existencia? Hola, ¿cómo estás? No necesita más que eso. Aunque no es del todo cierto. Si eso ocurriera inmediatamente, después estaría exigiendo más palabras. Pero hoy, seguro que se conformaría con tan poco; y sin embargo, tanto.

Si Juliette comprendiera que un ¿cómo estás? suyo no implicaría necesariamente un pagaré. Lo que ella ignora es que su ¿como estás? sí comprometería sus cuarenta años de vida. Todo cobraría un nuevo sentido. Sus torpezas, errores y sufrimientos serían coronados por la certeza de finalmente haber arribado a buen puerto. Las caídas se habrían convertido en la condición necesaria para corregir el rumbo que lo llevara a sus brazos. Habría de ser la confirmación de haber aprendido de sus errores; o más aún, gracias a ellos habría de vivir protegido en los brazos de Juliette.

Si Juliette supiera el poder ella que tiene sobre él, en este instante. ¿Cuántas vidas se habrán apagado, quebrado o simplemente desperdiciado, porque un par de palabras no llegaron a tiempo o porque nunca fueron pronunciadas, al igual que una ambulancia que, de haber llegado cinco minutos antes, habría salvado al enfermo? Pero el casi, por definición, no existe. Las cosas son o no son. Encuentra esta percepción tan humillante como exageradamente vulnerable. Pero no elige. Con todas las palabras que lo constituyen, y que lleva consigo, no encuentra ninguna más poderosa que las tres provocadas por el silencio de Juliette: ¿Hola, como estás? Son tan contundentes pronunciadas por un ser deseado, que si todos sus seres queridos le llamaran en este momento y pronunciaran esas mismas palabras, la suma de todas ellas no apaciguarían en nada la sed que siente por escucharlas en boca de Juliette.

Intenta escoger sus palabras mientras las contrasta a unas con otras, pero se pregunta si es él quien elige que luchen entre ellas, o si es él, a su vez, quien escoge las palabras que confirman y conforman su identidad.

No lo creo. Al fin de cuentas, no es más que un personaje que transita su rol según mi capricho, un personaje que se esfuerza por explicarme a mí. Mientras que yo apenas me explico poco y nada.

En última instancia, aquello no resulta más confuso que vivir una vida inesperada que insiste en vivir mientras muero día a día, y que lleno de palabras con el propósito de cuestionar mi vida, hasta que el silencio me acalle por completo.

Ya es demasiado confuso el hecho de saberme marioneta y marionetista de mi propia existencia como para que a su vez compruebe que uno de los hilos es sostenido por otro ser cuyos padres arbitrariamente decidieron alguna vez nombrar Juliette. Y aún así no lo puede evitar.

Si, como afirma Sartre, los otros son el infierno, la soledad también lo es. Los demás podrán no ser la salvación, pero la indiferencia de uno hacia los otros tampoco lo es.

Hay amores que se construyen a lo largo del tiempo, y de la misma manera también se los destruye. Pero es de la idea de que los amores profundos son necesariamente los que se producen a primera vista. Como si uno primero amara a la persona, y sólo el tiempo nos explicara el porqué. Quisiera comprender su amor por Juliette, ya que realmente no tiene verdaderos motivos como para amarla. Ciento sesenta y ocho horas, de las cuales habrán dormido por lo menos unas cincuenta y seis, no son tiempo suficiente para conocer a alguien. Pero una vida entera tampoco es garantía. Nadie le previno que eso sería todo. Siete días felices.

La lluvia sigue desprendiéndose de las nubes como afirmando que, si bien las gotas son siempre distintas, la lluvia que cae sobre París es siempre la misma. Percibe que ella se ríe secretamente de sus dilemas y angustias, consciente de que durante siglos ha sido testigo de innumerables hombres que se han inquietado por asuntos de la misma naturaleza. Los hombres, al igual que las gotas de la lluvia, son siempre otros y a la vez los mismos que se renuevan continuamente. Seguramente él no es el primero, ni el último, que no sabe qué pedirle al mozo.

Es testigo de frases que le dicta su propio personaje acerca de lo que escribe, y no deja de sorprenderse. ¿De dónde surgen ciertas oraciones de las cuales no tenía ni idea y que irremediablemente él escribe? Porque aún si resulta incomprensible que la flor esté contenida en la semilla, hoy se sabe que existe un código genético que permite su posterior y eventual desarrollo. ¿Pero qué hay de las palabras, de las frases, de los relatos? ¿Dónde están contenidos?

Siente ganas de ir al baño. Pero se detiene con el propósito de no llamar la atención del mozo. Decide aguantar y pasar desapercibido.

No tenía pensando escribir sobre su agónica estadía en el café Dumas, pero aquí se encuentra, escribiendo sobre servilletas de papel. Desde luego que elige hacerlo, pero ¿podría elegir no hacerlo? No ve otra alternativa. Una vez definidos los conflictos y las motivaciones de los personajes, éstos andan solos.

No tiene el coraje de cuestionar a los que creen en la existencia de un Dios creador. Lo que lo desvela es que quizá Dios sea la última palabra que responda sus interrogantes. No es que le sea indiferente su improbable existencia, pero le resulta inadmisible que los que asumen su ser no enloquezcan a base de preguntas sin respuestas. Es como si en una novela los personajes se preguntaran por su propio origen y luego se tranquilizaran, al aprender que finalmente es su autor quien los ha creado. Punto. Los personajes, sumisos, no se desvelan por el origen de su propio autor. Como si el autor-dios no hubiera sido a su vez concebido por otros seres. Absurdo, o por lo menos perezosamente limitado.

Se hacen estadísticas de todo tipo. A él le gustaría realizar una acerca de la cantidad de veces que las personas nos preguntamos por el origen. ¿Una vez en la vida, una vez por año, una vez por mes, todos los días? ¿Cómo puede ser que los hombres nos acostumbremos tan rápidamente y durante tanto tiempo a ser?

Ha asistido al parto de su hijo como a varios otros nacimientos de hijos de amigos suyos. Nadie presente jamás ha comentado nada acerca del origen. Nunca.

Si el mozo tomara conciencia de que sus células provienen no sólo de la tierra, sino del espacio, ¿insistiría en mirarlo de reojo, por su tardanza en pedir algo? ¿Quién es él, después de todo, para cuestionarlo, cuando probablemente no hace más que intentar anestesiar su angustia con preguntas que posiblemente nunca tengan respuesta? O acaso, si en ese mismo instante Juliette lo llamara para comunicarle que no pudo contener su necesidad de verlo y que, por esa urgente razón, reservó una habitación en el hotel Madison, frente a la iglesia de Saint Germain de Près, ¿habría de preguntarse acerca de si él vive la vida o es la vida la que lo vive, mientras se desvive por no cometer el error de llamarla a Juliette por sexta vez consecutiva en el mismo día?

Más allá de todo planteo, tiene que asumir su presencia en este bar desde hace mucho más de media hora. Ya no puede postergar su decisión. Le resulta vergonzoso, y desde luego incómodo. ¿Si pidiera un expreso? Después de todo, si lo hace, habría fracasado en su intento. No sólo no lo disfrutaría: se sentiría muy mal consigo mismo. No es la falta de decisión, sino la reacción ante ésta, lo que define el carácter de un hombre.

Indudablemente, hacerse ciertas preguntas no facilita su vivir. Se siente exhausto e impotente. Es absolutamente consciente de lo patético de su situación, aunque haya una parte en él que dice que no está del todo mal que todo esto le esté ocurriendo. Si la solución no proviene de él, quizá deba esperar a que las circunstancias lo hagan en su lugar. El mozo bien podría cansarse y finalmente preguntarle, por tercera vez, qué es lo que desea; y frente a una nueva postergación, echarlo de allí por no consumir nada. No, eso no haría más que empeorar las cosas. Tiene que haber una solución. Tampoco puede seguir esperando un llamado que posiblemente nunca llegue. E independientemente de que esto suceda, o no, tampoco puede permitirse que nadie anule a tal extremo su libertad.

Los otros, después de todo, son el infierno; especialmente cuando no corresponden nuestro amor.

Todas estas emociones que me invaden ya las conozco. Algunas palabras quizá sí lo sean, pero todo esto, de alguna manera, ya lo ha experimentado. ¿De qué me sirvió vivir hasta ahora, si finalmente me encuentro en este lugar, y bajo estas circunstancias? Sólo conservo más palabras, logros y frustraciones; pero a pesar de que las circunstancias cambien, no me cuesta confesar que me parezco bastante a mí mismo. Con los años voy cambiando, y desde luego que ya no soy un niño, pero presiento que mi música es siempre la misma. Apenas si varía. No tengo salida; soy siempre el mismo, a pesar de los inevitables cambios que provoca el paso del tiempo. ¿Cómo será ser otro? ¿Cómo será ser nuestros hermanos, nuestros padres, nuestros amigos, nuestros ídolos, nuestras parejas? ¿Cómo se sentirá ser otro sin olvidarme de cómo suelo sentirme conmigo mismo? ¿Qué intensidad tendrán las palabras, la alegría o la tristeza? ¿Cuál será la naturaleza del sentimiento de otros cuando se están por dormir o despertar? ¿Será mejor o peor ser otra persona, de tener uno la oportunidad de experimentar otras existencias, cuerpos y miradas? Negarlo sería pecar de soberbio, y aún así no cambiaría mi existencia por la de nadie, más que la que me permita el devenir de mi propia vida.

Aunque no deja de sorprenderle que gentes con vidas miserables no estén dispuestos a ser otros. Debe admitir que la envidia y los celos ocupan un lugar nada despreciable en su vida. Y aún así, insiste en ser él. Yo soy mío, le recuerdan sus padres que había exclamado él a la edad de cinco años. Treinta y cinco años después, coincide consigo mismo, con la salvedad de que ya no tiene la misma seguridad para afirmar que él es él, al observar la estela de su paso por el mundo y cuánto le cuesta reconocerse. Y aún más le cuesta aceptarse, mientras constata que, aunque quisiera hipotéticamente ser otro, no podría aceptarlo.

Observa sus dedos, sus uñas, sus cutículas imperfectas, mientras mueve la mano con suavidad y sin ningún motivo en particular. No deja de sorprenderle la fidelidad con que su mano responde a sus órdenes, y cómo lo hace independientemente de ellas. Las uñas, algo más duras y rugosas, se parecen a las de su padre cuando tenía su edad actual, y él las observaba imaginando que las suyas seguramente habrían de tornarse como las suyas al ser grande. Años más tarde, llegó ese momento imaginado, similar, distinto y heredado.

Se pregunta si su hijo se hará algún día la misma pregunta.

Su otra mano estudia, con su tacto, a la que él observaba con asombro, y se pregunta: ¿Acaso soy mis manos? ¿Acaso yo soy mío?

Vous désirez? se pregunta, sin siquiera necesitar que se lo prengunte el mozo. No puede ser que se encuentre atascado en una decisión tan cotidiana y banal como qué beber. Su negativa a un expreso es mero orgullo. Y su angustia por una mujer de la cual ni siquiera recuerda su apellido es sencillamente poco consistente. La vida es más simple. Hay buenos días y malos días, soleados y lluviosos. Hoy llueve, lo cual le agrada, sobre todo en Paris. A su vez, no es un buen día, pero no tanto por lo que sucedió como por lo que no ocurrió. Punto.

Trata de convencerse de que el problema está en las expectativas. Si uno deseara menos, sufriría menos, indudablemente. En lugar de valorar y disfrutar de la estupenda semana junto a Juliette, se dedicaba a seducirla constantemente para que aquello no terminara. Pero nada es eterno, afirman los sabios, y los perdedores. Las cosas no se pueden forzar. Es importante dejar fluir, evitar toda posesividad. Desprenderme, fluir, no aferrarme a nada ni a nadie, y así evitar los caprichos de las expectativas.

Siente como si acabara de quitarse un enorme peso de encima. Encontró las palabras que le faltaban. Finalmente. Tanto es así, que cuando se acerque el mozo no dudará en pedirle lo primero que se le pase por la cabeza. Un café, seguramente.

Si pudiera creer al menos una millonésima vez en lo que acaba de pensar. No puede desprenderse del dolor que le provoca el arrebato de su hijo. Ni siquiera Juliette logró anestesiarlo, mientras envolvía su cuerpo desnudo con sus brazos. Su hijo de cinco años, imagina, sufre ante la ausencia repentina de su padre y las arbitrariedades de una madre que durante tres años no conoció ni el delantal que su hijo vestía para asistir al jardín de infantes.

¿Cómo va a vivir sin expectativas?! Hasta los esclavos las tienen, aunque más no sea la de recuperar su libertad. Podrán existir culturas que no conciban el futuro como tiempo verbal, pero basta con tener memoria para concluir que el presente es el futuro del pasado. El futuro nos constituye, aunque tan sólo sea para salir a cazar para alimentarnos de inmediato. Y si estamos hambrientos y probamos un pequeño bocado, nuestro hambre, en lugar de ser anestesiado, por el contrario, será despertado de forma violenta. Las emociones no saben de economía.

Se observa marcando los primeros tres números del celular de Juliette, para luego percibir que se detiene de inmediato.

¿Por qué va a ser distinto este llamado de todos los anteriores?, piensa.

Comienza a sentir que su boca se le reseca, producto de la sed o, quizá también de su intenso temor.

Cree que sería amigo suyo, y encontraría agradable tomar algo en su compañía, pero en días como hoy no lo haría por nada del mundo. No saldría ni un minuto a pasear consigo mismo. Se siente como un siamés con el que está obligado a convivir por el resto de sus días y que hoy, puntualmente, desearía ahorcar a su hermano.

No somos nuestras emociones. Quizá tan sólo se trate de observarlas, aceptarlas pero no creerles ciegamente. Después de todo, no se elijen. No es más que el personaje de un relato concebido por su autor. En otras palabras, vive una vida que lo vive, mientras escribe lo que su personaje narra acerca de él.

Intenta cambiar su relato, escapar de su laberinto. Pero sencillamente no encuentra salida. Todas las alternativas le resultan tramposas. Es cierto que actuar no es siempre la solución, pero la pasividad tampoco pareciera serla. O bien deja el bar sin consumir nada, para lo cual ya es demasiado tarde, o por el contrario, permanece y enfrenta su situación con la mayor integridad y autenticidad posibles.

¿Podrá concederse la libertad de aceptar que no puede ser tan libre cómo quisiera? Darle libertad a su libertad no es sencillo, no. Detener las palabras sin palabras, esa es la solución. No se combate el fuego con fuego. Se trata simplemente de pedir cualquier cosa para tomar y no estar pendiente del llamado de una mujer que apenas conoció y cuyo cuerpo tan sólo buscó el suyo incansablemente, mientras las botellas de vino verde, las copas de Porto, el queso de cabra, el bacalao y las vieiras despertaron sus sentidos y alimentaron sus vientres. En fin, disfrutaron de una semana exquisita en Portugal, y ya.

Pero, ¿quién es Juliette para él? La confirmación de que la vida puede ser distinta, que todas sus torpezas, aciertos y éxitos finalmente habrían encontrado en Juliette un refugio y un sentido. Un poco como el que se entrena para una maratón y se pregunta constantemente por el sentido de un dolor autoimpuesto, hasta que finalmente cruza la meta de los cuarenta y dos dolorosos kilómetros y todo el sacrificio y sufrimiento vividos durante meses de entrenamiento recobran un nuevo color. El sufrimiento, el cansancio, los tropiezos y las dudas previas mutan su significado para condensarse en dos palabras: orgullo y satisfacción.

No descarta que Juliette sea una piedra más en su camino, o que simplemente el amor nada tenga que ver con correr una maratón. Se le presentan frases que cobran sentido y fugazmente se desvanecen. La naturaleza de la palabra es metafórica, porque la palabra no es, evidentemente, la cosa en sí. Sin embargo, las cosas son percibidas sólo a condición de ser nombradas. Y así, tanto Juliette como su hijo se le tornan difusos.

Si tan sólo pudiera encontrar una palabra sólida y robusta que me guíe y tranquilice… ¿Pero cuál? Dios no es una de ellas. Me tiene sin cuidado si existe o no. No resolvería nada. Mi soledad de hoy habría de ser la misma mientras Juliette, caprichosamente, insista en no llamarme.

Sabe que la enaltece al maldecirla, pero no lo puede evitar.

Huérfano siempre fue, en mayor o menor medida, pero en esta tarde fría y lluviosa lo padece más que nunca. Todos los que de algún modo lo criaron y guiaron hoy se encuentran aturdidos por una vida que se les acaba y, en consecuencia, los encuentra menos enérgicos para sostener ciertas palabras como verdades. Quizá se aferran a alguna de ellas con mayor desesperación porque ya no hay cabida para otras nuevas. Una nueva palabra, un nuevo sentido, podría destruir, modificar y eventualmente resignificar los errores cometidos. Pero hay que ser demasiado valiente como para permitir ingresar una nueva palabra que ponga en peligro el sentido de sus vidas. Seguramente, en su vejez, él tampoco pueda escapar al atesoramiento de algunas palabras enquistadas; las cuales, sabias o no, le permitan sostenerse momentáneamente hasta que la vida lo deje de vivir.

Su compulsiva necesidad de encontrar y construir sentido en todo lo que percibe y vive, hace que, por más contradictoria que sea su existencia, la paradoja encuentre refugio en una frase que la torne tan aceptable como deseable.

Lo mismo ocurre con las vidas sufridas que, de repente, a pesar del absurdo, o justamente gracias a él, se llenan de significado. Piensa en ese hombre recientemente liberado de la cárcel, luego de haber pasado injustamente más de treinta años tras las rejas: al recobrar su libertad afirmó haber encontrado a Dios durante sus años de cautiverio.

Sin embargo, pocos parecen ocuparse del sentido, cuando la alegría se les impone. Nadie se preocupa por encontrar a Dios en medio de una carcajada. ¿Será que necesitamos buscar un sentido, independientemente de su arbitrariedad, para apaciguar nuestras penas, o bien sucede que la alegría es el sentido supremo y por eso no nos preguntamos por el sentido cuando comemos ansiosamente un helado de chocolate?

¿El sentido es finalmente la felicidad, o bien la felicidad es consecuencia de haber encontrado un sentido a la vida? Intuye que es el sentido lo que circunstancialmente nos permite sentir la felicidad. De ahí la arbitrariedad del sentido: simplemente, lo necesitamos. El dolor es tolerable si se le encuentra un sentido; de lo contrario, es sólo sufrimiento.

¿Cómo puede ser que crea realmente que un nuevo encuentro con Juliette podría modificar su pasado, otorgándole un nuevo sentido, como ese maratonista a quien, luego de haber recorrido cuarenta y un kilómetros, se le presenta el último kilómetro que dará sentido a sus dolorosos kilómetros previos? De no correr el último, los primeros cuarenta y uno tendrían sólo un sentido trágico. La derrota es inherente a la palabra casi.

Si Juliette tuviera acceso a lo que él piensa, siente y necesita de ella, partiría justificadamente espantada.

Para creer en lo que creen los demás acerca de mí, antes debo creer en mí. De lo contrario, no podría creer en ellos. Sin embargo, creo que yo soy quien creo ser, porque los otros creen, en mayor o menor medida, en lo que yo creo acerca de mí. Seguir jugando con las palabras no soluciona nada, sólo entorpece mi ya patética situación.

Comienza a sentir la inflamación de su vientre por retener orina. Sigilosamente, se dirige hacia al baño, intentando evitar llamar la atención del omnipresente mozo, a sabiendas de lo ridículo de su comportamiento.

Frente al mingitorio lo invade una extraña sensación en la que puede ver su cuerpo orinando en una construcción ideada por otros animales parlantes. No siempre existieron estos artefactos, ni los baños, piensa. Entretanto, intenta no esquivar cualquier pensamiento acerca de su hijo, quien quizá se encuentre haciendo lo mismo que él en este preciso instante.

¿Una madre que le hace creer a su hijo que su padre abusó de él, es mala o loca? No logra encontrar respuesta. Tampoco puede dejar de preguntárselo.

Parte de la historia evolutiva parece condensarse en el acto de orinar, piensa, mientras se observa, como si su cuerpo no le perteneciera del todo. Desde luego que él es su cuerpo, pero su cuerpo no es él. Vive en la ilusión de elegir porque no eligió vivir, ni eligió su sexo, ni su carne, ni el tiempo en el cual vivir. Y lo más probable es que tampoco elegirá cuándo morir.

Vuelve a su mesa como quien se propone robar un objeto evitando ser descubierto.

Es una locura vivir en la convicción de que fuimos nacidos. Pero más aún lo sorprende la falta de sorpresa de la mayoría de su especie. No lo comprende. Pero sentir la respiración de un bebé en brazos, o la compulsiva atracción que le provoca el cuerpo desnudo de una mujer bella, es suficiente motivo para no comprender.

¿Cómo puede ser que casi todos se acostumbren a existir, mientras algunos jamás se acostumbren a comer otros platos que los que ya conoce su paladar? ¿Cómo puede suceder que un bebé que apenas discierne las figuras pase luego por encima el hecho no tan lejano de que no fue siempre un adulto? ¿Cuándo se produce ese olvido?

Por supuesto que no sé vivir. Me pregunto constantemente cómo hacerlo correctamente.

Relee algunas de las notas que acaba de escribir en varias servilletas de papel y se pregunta si es posible leerse a sí mismo. ¿Quién lee a quién? Porque no se puede mirar la propia mirada, sólo por sus efectos. A pesar de todo, lee y se sorprende. ¿Cómo puede ser que le suceda, cuando él mismo es el autor, y espectador, de sus acciones y de sus propias palabras?

Narrar un texto sobre un personaje que escribe sobre su propio autor no simplifica las cosas.

Le invaden frases dispuestas en lugares comunes sobre cómo vivir el instante. ¿Cuándo empieza y termina un instante? ¿Cómo se hace para vivir algo tan efímero? Es importante conocer los propios límites, ha escuchado afirmar infinidad de veces. Pero, ¿cuáles son?

Sólo en la acción que no contempla los límites, en la ignorancia misma, descubro mis propios límites, pero jamás en la certeza. Y mientras transito el tiempo que transcurre independientemente de mí y mi voluntad, constato que hay límites que tienden a alejarse mientras que otros se retraen. Compruebo las huellas inscriptas en mi memoria de lo que viví y morí hasta ahora, durante más de veinte millones y veinticuatro mil minutos, y no puedo evitar preguntarme: ¿Cómo terminé acá?

Esclavo de mi libertad, no puedo más que sentirme continuamente limitado por mis miedos y mi ignorancia acerca de lo que voy aprendiendo respecto de mi ignorancia. ¿Quién dijo que debo pedir un exprés? ¿Quién dijo que debo saber lo que deseo? ¿Quién dijo que debo decidirme para consumir algo a la brevedad? ¿Quién dijo que lo que siento por Juliette es amor? ¿Quién dijo que sufrir por amor no vale la pena? ¿Quién dijo que, con la madurez, uno gana en sabiduría? ¿Quién nos enseñó siquiera que, a pesar de la facilidad con que otros entran en un bar y piden un café, en profundidad nadie sabe por qué nació? Pero, ¿quién dijo, después de todo, que para vivir bien es necesario entender algo?

Pasarse la vida intentando comprender esto es como disecar el cuerpo de quien le hacemos el amor. No se puede ser protagonista y espectador al mismo tiempo.

Cuánta cobardía parece manifestarse en esa distancia que todo lo observa y analiza. Pero el protagonismo tampoco es garantía de valor.

Si tomo un café, sin más, vivo la vida. Si me observo pidiendo un café, me vuelvo espectador. ¿Cómo quiero y puedo vivir? ¿Como espectador o como protagonista? Como protagonista, me atrevo a pensar. Pero, ¿y entonces?
Entonces nada. No sabe qué hacer. Sencillamente, no lo sabe. Quizá no tenga más remedio que alternar ambos roles. Es humillante constatarlo, pero ni siquiera se anima a pedir algo que tomar sin temer que, una vez más, estará perdiendo el control de su vida. Lo mismo que aquella noche en que decidió dormir junto a aquella mujer, sin saber que perdería a su hijo para siempre.

Lo que desea es algo pequeño, intrascendente para muchos, pero imprescindible para él. Tomar una decisión auténtica. No es mucho, sin embargo; en este momento, lo es todo. Quisiera poder mirarse retroactivamente y afirmar, para bien o para mal, que ha elegido.

Siempre me jacté de andar eligiendo. Ahora compruebo que mis elecciones pasadas se me tornan difusas, como si otra persona hubiera escogido haciéndome creer que era yo quién decidía.

Escogía él, desde luego que sí. Pero, dadas las circunstancias, su historia y su carácter, ¿hubiera podido optar de distinto modo? ¿Acaso eligió vivir una de las semanas más intensas de su vida junto a Juliette?

No quiero seguir viviendo así, aturdido por la indecisión y sin asumir que los opuestos no son contradictorios. Que tanto el sí como el no tienen sus razones. Que el ni contiene a ambos, al igual que la vida que nos vive mientras nos muere día a día.

¿Cómo seguir viviendo entre semejantes que consumen sus expresos como si éstos fueran frutos de un árbol, y sus gestos máscaras que intentan ocultar el hecho de que duermen durante un tercio de sus vidas, que van al baño y no pocos de ellos obtienen orgasmos? ¡Cómo quisiera poder afirmar algo, por más banal que sea! Pero ni siquiera puedo afirmar quién soy, qué deseo, o simplemente de qué tengo ganas. Tampoco logro discernir quién dicta estas palabras sobre las pequeñas servilletas de papel del café Dumas, ni quién las escribe realmente. Mucho menos puedo predecir mi futuro, como tampoco tengo la ilusión de entender mi pasado; pasado que ondula como las olas del mar. El mar es el mismo, mientras que cada ola que se estrella contra la orilla y se renueva con la siguiente.

¿Cómo compartir un café con ellos, cuando en realidad ni siquiera comparten la sorpresa de asistir al crecimiento diario de nuestras respectivas uñas?

Acostumbrados a que mis padres tomaran tempranamente decisiones por mí, nunca logré liberarme totalmente de esa necesidad. Podremos rebelarnos, matar a nuestros padres y adoptar otras decisiones, reales o imaginarias, pero no tolero tomar decisiones basadas en la convicción de que no hay certezas; ni tan siquiera puedo afirmar quién voy siendo.

Basta con que un hombre se pierda en una esquina cualquiera para que un pensamiento furtivo se le interponga como una ráfaga de viento y su identidad pierda el rumbo. ¿Quién soy? Nadie puede ser el mismo una vez que esta pregunta nos ataca. Podremos no responderla, ni siquiera contemplarla, pero ya nunca seremos los mismos.

Nadie estaría a salvo de esta pregunta que parece atravesar a los hombres a determinada edad. En responderla o no, y en la manera en que se lo haga, reposa la idea de que tanto el pasado como el futuro se verán afectados irremediablemente. Porque el futuro es, por definición, consecuencia del pasado, pero éste cambia su curso constantemente según se atraviesa el presente. El pasado, al igual que las olas del mar, nunca es el mismo, a no ser que uno se aferre a una idea sobre su pasado, ya sea por pereza o por mera cobardía. El pasado, como el futuro, van siendo en un sinuoso devenir, tomados de la mano del presente.

Toma otra servilleta y, de manera automática, escribe rememorando su juventud, mientras intentaba convertirse en un adulto en la misma ciudad que lo obligó a crecer:

He conocido el amor.
He vivido un amor.
He descubierto mi error.

Entonces no era amor, piensa después de escribir la palabra error.

Recuerda otras frases sueltas de aquellos años con apenas algo más de veinte años, y las anota como quien realiza garabatos en un cuaderno de hojas mientras se dispone a hablar por teléfono.

Nunca hubiera imaginado que aquellas palabras fuesen a reaparecer aquí y ahora, dos décadas más tarde:

Temo temer amar.
Temo amar sin temer.
Temo al amor que no fue.
Temo amar mi dolor.

Rápidamente, se percata de que las palabras no acallan su dolor: lo postergan, lo administran y lo nombran, con la esperanza de vencerlo. Pero ciertos dolores tienden a ser impermeables a las palabras, convirtiéndolas en sufrimiento silencioso.

Nuevamente no sabe quién es el que escribe, quién dicta a quién o por qué es invadido por palabras. Sólo confirma que se ve a sí mismo tomando varias servilletas y escribiendo en ellas lo que su mano redacta sobre el papel:

Las lágrimas no alivian el dolor, apenas nos recuerdan que lloramos al nacer, escribe.

Es tan absurdo el acto de escribir, y aún así pareciera tener sentido, reflexiona tras releer lo que ahora acaba de redactar:

No me da pena doler cuando el dolor tiene un sentido.
Pero el sufrimiento, el sufrimiento tan sólo duele.

Quizá esto se deba a que su dolor espiritual sea consecuencia de un desequilibrio de palabras a las que intenta ordenar mediante más palabras.

El único límite del dolor es su desaparición; pero su hijo sigue ausente, por locura de su madre y por culpa de una Justicia inoperante.

Toma otra servilleta y escribe:

El dolor no esconde ninguna verdad, pero jamás miente.
Y siempre sabe a lo mismo: desamparo.

Es curioso: una vez que surgen ciertas palabras, éstas no pueden resistirse a crear otras nuevas, como si hubiesen estando esperando que unas abrieran las compuertas que liberaran de su encierro a las otras.

Ningún hombre tiene derecho a subestimar el sufrimiento de otro, recuerda haber leído en Césare Pavese. ¡Cuánto quisiera poder, en esta tarde lluviosa, estar en desacuerdo con su afirmación!

Tiene la ilusión de hallar el silencio a partir de las palabras. ¿Cuántas servilletas más tendrá que llenar para callar?

Al sentido de la vida se lo encuentra en el dolor.
Quien dude de esto, nunca amó.

Si al menos pudiera creer en alguna de sus palabras. Pero todo le resulta impostado, aunque no del todo. Todavía se identifica con ese joven de veinte años que supo ser y que hoy, tras otros veinte años de vida, bien podría ser su propio hijo.

Mis lágrimas no saben nadar.
Temen ahogarse en la inmensidad de mis temblorosas mejillas
mientras observo el océano que se revuelve sin sueño
con la esperanza de convertirse cuanto antes en una inmensa salina.

Sus ojos se humedecen.

Sospecha que Juliette tiene poco o nada que ver con sus lágrimas; sin embargo, ¿cómo saberlo? Después de todo, nunca terminamos de saber del todo por qué lloramos.

Elige adjudicar su repentina emoción a una mujer que apenas conoce, ya que ni siquiera sabe si su hijo vive aún.

Su mano sobre el papel recuerda compulsivamente palabras que escribía en otras servilletas y cafés de esta misma ciudad. Recuerda el lugar en donde cada frase fue concebida:

Hay quienes no recuerdan haber amado.
Hay quienes amaron sin haberse enterado.
Hay quienes aún luchamos por olvidar.

Siente náuseas ante sus propias palabras. Sólo contribuyen a negar una realidad contundente. No sabe qué pedir y no está dispuesto a consumir cualquier cosa sólo por costumbre. Claro que esto no lo preocuparía si el mozo, en lugar de estar tan necesitado de encontrar un sentido a una profesión que probablemente ni siquiera desea, pudiera tomar distancia de su identidad de mozo profesional y, así, permitirse evitar el cumplimiento de su patético rol al insistirle que consuma algo.

Francamente, si Juliette se dignara a dar señales de vida, no cabe duda de que él no se encontraría en esta humillante situación de impotencia. Pero los si potenciales, al igual que los casi, no forman parte de la vida real: sólo existen en la realidad del lenguaje. Suponer que habrá cambios si sucede tal cosa u ocurre tal otra, no es más que un ejercicio intelectual que poco o nada tiene que ver con los hechos. Evidentemente, ya no sabe qué es lo que sucedería si Juliette lo llamara. Desconoce qué hubiera pasado de haber tomado otras decisiones en su vida. Seguramente no se encontraría en este café. Pero quizá la pregunta hubiera surgido, de cualquier manera. ¿Quién es? ¿Quién escribe? ¿Quién relata cuando cree hablar de sí? ¿Quién lee cuando relee lo que escribe? ¿Quién es más poderosa respecto de su devenir, la vida que lo vive o la vida que él vive?

Piensa que piensa, y siente que siente, que es protagonista y espectador de una vida; todo al mismo tiempo. ¿Qué se quiere decir, entonces, con la expresión encontrarse a sí mismo? Si uno se encuentra a sí mismo, está asumiendo que uno es dos, y de haber dos, ya no hay posibilidad alguna de ser sólo uno. A lo sumo, uno podrá, eventualmente, amigarse con uno mismo. Pero, como en toda amistad, nada es estable.

De repente, me encuentro en un café del Boulevard Voltaire y, como de costumbre, me dispongo a pedir un expreso. Sorpresivamente, y sin mediar ninguna circunstancia en particular, este acto me resulta imposible. Un billón doscientos sesenta y un millones cuatrocientos cuarenta mil segundos de vida parecen condensarse en esta imposibilidad de pedir un café. Siempre necesité del café para comenzar el día; incluso me he jactado de conocer y valorar el buen café. ¿Cómo puede ser que entonces no logre consumirlo como solía hacerlo hasta ahora? Esto es lo siniestro. Creí ser alguien, y de repente descubro que todo cambió; o peor aún, que nunca fui quien creí ser.

¿Cómo se pasa de beber café durante décadas a, de repente y sin previo aviso, sentir que eso ya no es lo correcto? Y de no tratarse de un cambio, ¿quién soy, finalmente? ¿Cuándo está uno más cerca de uno mismo: al nacer o al morir? Me inclino a pensar que al morir. ¿Acaso, durante el transcurso, uno se acerca a uno mismo?

Su razonamiento no tiene otro propósito que evitar decirse lo evidente: no sólo se siente solo, sino que está solo.

Cuarenta años de vida intentado construirse de la manera más sólida posible evaluando sus gustos, creencias y valores para que, sorpresivamente, al dudar sobre si pedir o no un café, toda su vida se desmorone como un castillo de naipes.

Lo curioso es que no extraña al café. Tampoco le es indiferente; sencillamente, no lo motiva. A pesar de su inquietud por no saber con qué otra cosa reemplazarlo, siente una cierta liberación en no pedir un exprés. Como si se le quitara un gran peso de encima y descubriera que infinidad de otras posibilidades se le presentan para ser vividas. ¿Pero cuáles? ¿Le habrá sucedido como a su amigo Adolfo y su helado de dulce de leche? ¿Será que vivió equivocado respecto de su afición por el café? Piensa que no; aunque no está seguro de nada. Le da la sensación de que lo suyo es distinto, paulatino. Algunas veces casi cayó en la efímera tentación de pedir algo distinto, para rápidamente esquivar su frágil impulso actuando de manera automática, un expreso, por favor. Y sí, recuerda que sucedió en varias oportunidades.

Esto tuvo que haberle ocurrido infinidad de veces, como granitos de arena que se hubieran sedimentado de manera casi imperceptible, hasta que un día se encuentran convertidos en un médano ya imposible de ignorar. Nadie puede beberse un pocillo de café lleno de arena, pero sí puede tomarse varios con apenas unos granitos sin percatarse de su presencia.

¿Va a ser él quién elija qué tomar, de ahora en más, cada vez que se siente a leer el diario en un bar? ¿Es él quien tiene el conocimiento incipiente de su decisión? Es el destino que… El destino es la palabra favorita de los fracasados que intentan vanamente digerir su dolor. Cuando sucede algo horrible, algunos invocan al destino, pero los que logran grandes logros siempre hablan de esfuerzo, de coraje, de talento y, eventualmente, algo de suerte.

¿Será que él ya posee un conocimiento, y tan sólo debería esperar a que se manifieste, al igual que este día en que se le reveló su resistencia al café? ¿O bien es a partir de ensayos y errores que finalmente encontrará la nueva bebida de todos sus días? De ser así ¿estará creando un nuevo gusto, o tan sólo descubriéndolo? ¿Qué es lo que hace en él que escoja una entre varias alternativas? Indudablemente, no puede elegir quién fue hasta este día, ya que siempre optó por el café. ¿De veras puede elegir quién quiere ser ahora, alguien como él, que ya no es quien fue hasta este instante? ¿Puede verdaderamente escoger cuando comprueba que jamás decidió que el café expreso le dejara de interesar? ¿Quién eligió permanecer con ella, cuando desde el vamos supo que la madre de su hijo no era mujer para él?

Al café sí lo eligió de la misma manera en que escoge el café Dumas cada vez que se encuentra en las cercanías de la Place Voltaire y de lo de su entrañable amigo Richard B. Recuerda que, de chico, veía a los hombres mayores, como su padre, tomar café, y que había algo de fondo de ese ritual que lo atraía particularmente, mientras que nunca le sucedió lo mismo con el whisky. El café fue una ceremonia que se le fue instalando hasta llegar a la instancia actual en que se resiste a siquiera una taza de café. ¿Puede que él haya cambiado hasta tal punto de que el café ya no le interese más, o es apenas algo pasajero?

Observa a la gente a su alrededor: todos hablan, incluso los que están solos. Esos son los que más conversan, porque no logran permanecer en silencio. A lo sumo, callan, o dialogan con ellos mismos. Muchos de sus diálogos son posibles, a condición de que el interlocutor no se encuentre presente. ¿Cómo sería vivir sin palabras?

No se refiere a no hablar, sino a no sentir qué se habla.

¿Cómo seguir viviendo de ahora en más, sin café? ¿Qué reemplazará al café, si no se trata de un capricho momentáneo? ¿Cómo sigo? ¿Cómo evitar pensar que he vivido mal, que si hubiera vivido de otra manera hoy no estaría sintiendo esta angustia que oprime cada célula de mi cuerpo? ¿Qué aprendí? Y si aprendí algo, ¿de qué me sirve, ahora que, aparentemente, tengo todo por conocer, incluso hasta cómo comportarme en un bar?

Si al menos hubiera una palabra, una sola que pudiera detener por un instante esta verborragia. Nadie puede vivir con alguien metido adentro y que nos habla compulsivamente, intentando encontrar palabras que alivien un sufrimiento carente de toda traducción.

Si el mozo, en lugar de vigilarlo, tan sólo se le acercase y le diera un abrazo que significara viviste bien, como pudiste, con coraje e integridad. Pero no lo recibe. No atesora esas palabras. No posee la convicción de haber vivido bien, y mucho menos de poder vivir mejor. Sólo sabe que la autenticidad y la integridad no son negociables.

Ya no está seguro de nada.

Si al menos pudiera detener su vida por un instante. De esa manera, tendría el tiempo y cierta certeza para tratar de entenderse. Pero es evidente que la vida tiene reglas muy precisas. Se es y, nuevamente, no se es.

Busca la felicidad, aunque ésta tampoco parezca ser la solución. No está tan seguro, tampoco, de que el objetivo sea ser feliz. La felicidad es, más bien, como vivir a crédito. Un crédito que nos asegura que, pase lo que pase, uno siempre tendrá la oportunidad de seguir ilusionado respecto del futuro, y relacionado con la posibilidad de vivir el pasado desde una nueva perspectiva. Lo contrario es el hombre triste, cuyos surcos en la piel ya no le permiten que la energía se escape de los andariveles de su cuerpo endurecido; ese es el que perdió el crédito que le permitiría fantasear con un porvenir diferente.

Piensa en esto, mientras observa la frente fruncida y las ojeras ennegrecidas del mozo, a quien probablemente no le importe ni siquiera si a él le gusta o no el café. Su natural rebeldía fue anestesiada por su muda desilusión.

La tristeza es eso, precisamente: sufrir, sin dolor, el peor de los dolores, ya que, al no doler, el dolor no puede escapar, y al no poder escabullirse se encarga de modificar el cuerpo y la conciencia de los hombres. La tristeza es conservadora por antonomasia, mientras que el dolor goza o padece anhelos revolucionarios.

¿Cuán triste o cuán feliz soy? ¿Cuáles son mis partes felices, y cuáles mis partes tristes, esas que ya no se sublevan, esas que ya ni sienten su dolor, esas que permanecen imperturbables?

Juliette es la persona más feliz que yo haya conocido jamás. Desconfío. ¿Será envidia? Los hombres mueren y no son felices, afirmaba el Calígula de Alberta Camus. Más bien, los hombres morimos sin siquiera enterarnos, debido a que nos hemos acostumbrado a ser quienes creímos ser.

La palabra es la jactancia de los intelectuales, la alegría de los borrachos, la necedad de los que nada saben, el entusiasmo de los jóvenes, el cinismo de los mayores, la ignorancia de los sabios, mientras que yo no logro jactarme de nada; ni de mi propio dolor, jactancia de los poetas.

Observa como el mozo se acerca hacia su mesa. Con la guardia baja, escuda su mirada llevándola hacia la pantalla de su celular. Y, para su tranquilidad, el mozo sigue de largo para atender a una pareja de ancianos, que evidentemente entraron sin que él se percatase. Y suspira aliviado.

¿Para qué sirve vivir? ¿De qué habla la gente, y qué evitan decirse cada vez que se despiertan e inician un nuevo día? Cuántas veces reprimí la pregunta ¿para qué vivís?, en vez de ¿como andás? Siempre temí que fuera percibida como una cuestión violenta. Pero, de perderle el temor, ¿cómo sería vivir en una sociedad en la que los hombres nos dijéramos los unos a los otros hace tanto que no sé de vos, ¿para qué y por qué vivís en estos días?

Es tan intenso lo que no se dice, piensa, que no termina de salir de su asombro. Quizá esté siendo tan indulgente consigo mismo como con los demás. Después de todo, hasta hoy a la mañana, tomaba café exprés como todo el mundo. Pero no, nunca estuvo dormido, anestesiado o sencillamente muerto en vida. Eso cree, al menos. Sin embargo, su lucidez poco le ha servido a la hora de escoger a la madre de su hijo.

Nunca ha logrado vincularse bien con gente cercana, o con desconocidos con quienes eventualmente el pudor que conlleva a expresar la propia intimidad se torna más fácil. Un diálogo así:

La verdad, no entiendo. Hoy me desperté, fui al baño, vi mi cara reflejada en el espejo y no me reconocí. No entiendo quién soy, de dónde vengo, por qué soy, porqué no me sucedió no ser. No entiendo de qué estoy hecho, ni reconozco al animal que duerme a mi lado noche tras noche y con quien convivo desde hace años.

Tampoco ha escuchado jamás una repuesta, ni un esbozo de respuesta a estos interrogantes:

Todo esto es tan extraño. No me acostumbro a vivir. Y menos logro adaptarme a existir como si tal cosa. Amo y odio a mis amigos, pareja, hijos y familiares, como si ellos fueran lo que yo creo que son, y a su vez ellos creen ser. No obstante, sé fehacientemente que en realidad no sé quiénes son ellos, puesto que tampoco sé quién soy yo.

Me asombra observar mis pupilas contrayéndose al encender la luz del baño, y de repente me pregunto, casi como una revelación, si yo soy esa pupila que se contrae y dilata independientemente de mi voluntad. ¿Qué control tengo sobre mi voluntad? ¿Qué pasó con todo lo que afirmo haber vivido hasta ahora y que ya murió, a no ser por la voluntad imaginaria y selectiva de mi memoria y las palabras que la constituyen? Palabras que se deslizan y contraen según el capricho de mis emociones. Emociones que, de paso, tienen el poder de modificar en un segundo años de una vida pasada.

En las pocas ocasiones en que tímidamente intentó compartir sus obsesiones, no pudo más que constatar el completo desinterés por un tema que los demás apenas sienten como propio. Especialmente ante ciertos hombres y mujeres cuyo adoctrinamiento intelectual y académico no puede más que entusiasmarlos que para citar frases inteligentes, a condición de no asumir sus propias vísceras, sangre y aliento.

Padezco a los hombres llenos de palabras ajenas, que no hacen más que tratar de anestesiar un dolor que tornan en sufrimiento silencioso, y del cual parecen enorgullecerse. Como si una cierta cuota de sufrimiento fuera necesaria para sostener no sólo sus egos, sino peor aún, su ignorancia respecto de ellos mismos, su analfabetismo acerca de cualquier sentimiento de perplejidad. Estos seres viven contaminados por un exceso de palabras que no tiene otra función que permitirles escapar, temerosos, de su incultura existencial.

Se comportan como si nunca fueran al baño, como si tuviesen un cuerpo blindado, sin agujeros, cuyo interior no tuviera relación con ellos mismos. Como si las lágrimas que producen el llanto, al igual que la risa, no fueran fenómenos incomprensibles, y tan extraños como necesarios. Viven como si la sangre que circula en sus cuerpos y bombeada a los músculos fueran un mero accidente de la naturaleza. Y cuando sufren una herida y sangran, suelen admitir que pierden sangre, sí, pero jamás confiesan que se pierden a ellos mismos. ¿O acaso no somos nuestra sangre?

Sostiene la indemostrable convicción de que lo que realmente asusta a muchos no es tanto la propia mortalidad sino la propia vitalidad. Todos sabemos que vamos a morir algún día. Pero confrontar esto con el no haber sido, tras de repente haber nacido, para finalmente impresionarse ante los brotes de sangre, propia o ajena, eso es siniestro; ¡la sangre que se piensa y se siente a sí misma!

Los pasos y gestos del mozo parecen responder a una coreografía perfectamente ensayada durante años. No puede impedir que éste avance hacia él. Y justo cuando se disponía a interpelarlo, un cliente lo salva de lo impostergable. Vous avez choisi? (¿Ha escogido algo?).

¿Cuánto tiempo más va a poder sostener esta situación?

Ya no recuerda cómo hacía para pedir un expreso sin sentir aquella furiosa certeza que le invadía el cuerpo que lo obliga a respirar, aunque por momentos le brinde la oportunidad de controlar su respiración a voluntad, según los límites que exige su propia especie animal.

¿Quién es Juliette, a fin de cuentas, sino la construcción de un personaje que él necesita para seguir adelante? Elije sentirse vulnerable ante su encanto, del mismo modo en que también escogió invitarla a tomar una copa de oporto luego de forzar una conversación sobre el fado, a la salida de un local de música y libros de la FNAC; diálogo ocasional que derivó en una fuerte controversia, por diferencias de opinión, entre las cantantes Misia y Mariza.

La sensación de extrañeza es la lucidez que todo lo nubla. Cuatro patas y una tabla: en ellas pueden verse, o no, una mesa. Cuatro patas son cuatro pequeñas columnas, y la tabla una superficie, pero el conjunto no tiene porqué ser una mesa; son sólo eso: cosas.

Repite su nombre varias veces, y de repente no concibe ser su nombre. Mientras que hasta ahora, cualquiera que pronunciara su nombre hubiera provocado que se diese vuelta de inmediato. De repente, su nombre no es más que una serie de sílabas que, juntas, emiten un sonido sin significado, un mero significante. ¿Qué es más verdadero, la desnudez del mundo o sus atuendos? Sólo sabe que el amor es el decorador más talentoso y efectivo de todos. Viste a los hombres, limando sus asperezas, embelleciendo sus fealdades, corrigiendo sus defectos, ocultando maldades y aliviando pesares.

Juliette no es más que una torpe excusa, un dolor impostado cuyo objetivo es evitar el mayor de los dolores. Si tuviera acceso a su hijo, probablemente ni siquiera hubiera conocido a Juliette. ¿Qué necesidad había? Y de haber ocurrido no estaría esperando tan ansiosamente que ella lo llame.

Sólo deseo vivir sin remordimientos, y con algún grado de sabiduría. Entrar en un bar, pedir algo, y saber que estoy eligiendo con libertad.

Inexplicablemente, siente que sus apasionados días portugueses con Juliette empiezan a volverse pasado, aunque se hayan despedido hace apenas tres días, en la estación de tren Santa Apolonia, de Lisboa. Insisto: ¿qué es lo que convierte al presente en pasado? ¿Cuándo ocurre que el primero se transforma en el segundo? ¿Qué sucesos convierten al hoy en ayer? Está claro que, de haber telefoneado Juliette, el presente se le extendería en el tiempo, aunque indefectiblemente habría un momento en que él se referiría a la semana vivida juntos como algo pretérito.

Hasta su cara, la cual no dejaba de observar y reproducir en fotos, comienza a desdibujarse, progresivamente. ¿Se detendría su proceso de descomposición, si la llamara en este preciso instante? Tiene la sospecha que sí. Será que, al no estar dispuesto a olvidarla, su mente se ocupa de hacerlo a su manera, hasta que finalmente no quede nada de ella.

Observa de reojo al mozo, distraído en no hacer nada. Se rasca levemente la barbilla, sin darse cuenta de lo que acaba de hacer. Mira en dirección de la puerta, mientras la lluvia insiste en caer. Son esos momentos de aparente digresión en los que nada nos distrae, cuando la vida que nos vive parece manifestarse con redoblada contundencia. La cara de un señor de unos sesenta años, apenas triste, apenas melancólico, apenas enojado pero que, sin embargo, aparenta esconder una reducida capacidad para la alegría, hacen del mozo un sujeto que indudablemente sufre, sin siquiera saberlo. Seguramente le falte tanta alegría a su vida como para ya no perciba su honda tristeza. Por eso evita sonreír: para no poner al descubierto su dolor.

Sus movimientos, inexpresivos y monótonos, inducen a pensar en un hombre que hace tiempo decidió eludir cualquier clase de remordimiento, aunque esto implique una condena a cualquier posibilidad de verdadera satisfacción.

Es un hombre aferrado a la convicción de que sólo la tranquilidad le ofrece paz consigo mismo, y no al revés. Basta con que su máquina de café exprés sufra un desperfecto para que su equilibrio mental y espiritual le provoque un colapso. Si alguna vez se preguntó de dónde venimos, hoy esa pregunta se encuentra silenciada a perpetuidad. Probablemente pueda ocurrírsele que, de viejo, morirá como ya lo habrán hecho sus padres; pero su ocurrencia no se hace carne, no baja al cuerpo, no se convierte en emoción. Jamás se le ocurriría pensar que no fue nacido para ser eterno, y que por algún capricho del azar y la naturaleza fue parido para vivir una vida que no comprende y que, peor aún, ignora que no comprende.

Parece vivir acostumbrado a vivir y a ser quien es, independientemente de cuán triste o feliz sea su vida. Solitario o no, nunca confrontó su soledad; la soledad de cualquier ser viviente que se encuentre en el mundo rodeado de vida, sin saber por qué ni para qué.

Al ocuparse de otros clientes, no tiene tiempo para ocuparse de él. Una serie de cafés, y alguna que otra copa, lo mantienen concentrado a la distancia.

¿Cómo aceptar el trabajo en este café, por ejemplo, cuando se toma conciencia de que tuvieron que pasar millones de años y una cantidad de sucesos infinitos y azarosos para que finalmente un animal vestido se vea en la necesidad de servir expresos y así recibir una paga que le permita, a principio de mes, adquirir nutrientes en el supermercado Monoprix, del boulevard Voltaire, indispensables para que la vida que hay en él pueda seguir viviendo?

¿Cómo no aferrarme a cualquier identidad, por más miserable que ésta sea, frente a la anarquía que supone no conservar ninguna? No hay peor exilio y destierro que el de una identidad nómade. Una identidad que yo la busco en el cambio y sus sucesivas metamorfosis. Si no encuentro un remedio inmediato, me veré obligado a una confrontación con el mozo, que preferiría evitar. Estaría violentando su identidad, si me quedo acá sentado sin consumir nada, impidiéndole que pueda ejercer el rol por el que le retribuyen. Pero la cuestión económica es secundaria; es su mismísima identidad lo que está en juego. Si le ofreciera pagarle el doble por un café que no quiero que me sea servido, casi con certeza que mi propuesta percibiría mi oferta como una ofensa, como un ataque personal. De ninguna manera aceptará mi dinero a cambio de ningún café.

Siempre viví con la ilusión de que, con el tiempo, conquistaría mi identidad para luego constatar que ésta se me escurre constantemente. Cuando creo ser quien soy ser, siento inmediatamente a mi voz expresando lo que ve; y al hacerlo, indefectiblemente dejo de ser quien creía ser. Porque, ¿quién es el que se observa a sí mismo? Así que no sólo nunca consigo ser yo: tampoco logro ser distinto a mí. Algunos invierten meses en la elección de un auto; yo invierto mi tiempo en elegir qué tomar. ¿ Cuál es la diferencia?

Nota que el mozo se le acerca, para contraatacar con su amable profesionalismo. El café ya se encuentra vacío. Los turistas acaban de alejarse puertas afuera. Se adelanta a las palabras del mozo, por temor a sentirse más incómodo aún:

-Je suis désolé, mais aujourd’hui j’ai passé une journée… En fait j’attendais un appel Bref, ce que je vous demande c’est… J’ai tout simplement besoin de quelques minutes pour… Le pido disculpas, pero hoy tuve un día… En realidad, esperaba un llamado, en todo caso, quería pedirle si… simplemente necesito de unos minutos más para… mientras percibe cómo tan atolondradas palabras sólo contribuyen a inquietarle más.

-Vous vous sentez bien? (¿Se siente usted bien?), le pregunta el mozo, dejando traslucir una tímida empatía hacia su persona, a la vez que una inconfesable superioridad, aunque más no sea circunstancial. Como si no sentirse bien fuera un defecto. Particularmente, en comparación con alguien a quien ya no se le da por sentir cambios emocionales en su vida, más que el paso de las estaciones y el eventual efecto que le produce la ingesta de algún beaujolais barato.

Son pocos los hombres que les pregunten a otros ¿cómo estás?, de manera auténtica y comprometida, con inquebrantable curiosidad.

¿Cómo estás? es una de las preguntas más fáciles de formular y más difíciles de responder.

¿Cómo estás?, nos preguntamos a diario, sin la más mínima intención de comprometernos con tal incógnita. Y pensar que hay hombres que mueren cada día sin haberla formulado jamás. Pienso en los hombres y mujeres que mueren vírgenes. Qué experiencia poderosa y, desde luego, nada inocente la de vivir esquivando al sexo. La inexperiencia en preguntar y contestar un auténtico ¿cómo estás? debe tener consecuencias tan poderosas, o aún mayores, que la virginidad sexual. Porque se pueden tener relaciones sexuales sin exponerse a la intimidad. Pero responder verdaderamente a un ¿cómo estás? nos obliga a desnudarnos hasta las vísceras.

- Je ne sais pas (no lo sé), agrega, sin pretender que su respuesta sea escuchada. Sin embargo, si estuviera atento a su voz, a su cuerpo, a su cadencia, o sencillamente a él mismo, percibiría que se acaba de desnudar. L’adition, s’il vous plaît (La cuenta por favor), se escucha decir, casi sin pensarlo y arrepintiéndose de inmediato.

El mozo no sabe cómo reaccionar.

-Je veux dire… je ne veux rien pour l’instant. Mais je peux vous abonner tout de suite si vous voulez. (Quiero decir que no quiero nada por ahora, pero puedo pagarle inmediatamente, si lo desea.)

-Mais vous n’avez toujours rien commandé! (¡Pero todavía no pidió nada!)

-C’est juste. (Cierto.)

Entre indiferente y atónito, el mozo le responde, mientras se aleja, suspirando:

-Prenez votre temps. (Tómese su tiempo.)

Hay un sesgo de calidez en su voz, a pesar de su contenida contrariedad.

-Merci, atina a decir, y asiente con la cabeza, aunque ya el mozo le ha dado la espalda.

Intenta consolarse diciéndose que ha podido mantenerse firme en su indecisión. Porque es toda una decisión decidir no decidir.
A cinco años de que su hijo comenzara a vivir, se pregunta cómo será en un futuro, en quién se convertirá, como si todavía no hubiera empezado a vivir del todo. Pero, ¿cuándo llega ese momento? ¿Cuando hable con mayor fluidez? ¿Cuándo sufra sus primeras decepciones amorosas? ¿Cuando se convierta en padre? ¿Cuándo?

Al ir observando los cambios fabulosos que se producían en su hijo con el objetivo de prepararse para la vida, se preguntaba, con total ingenuidad, ¿para qué vive? ¿Qué motivos encontrará para vivir? ¿Serán suyos los motivos, prestados o simplemente dictados por la vida que insiste en vivir? Él no lo sabe, y sólo puede responder que es necesario que viva. Porque sí. Pero ese capricho suyo por su vida, ¿es realmente suyo? ¿Es él quien elige amarlo y protegerlo para que viva y sea feliz? ¿Por qué ama a alguien a quien apenas conoce? ¿Por qué se preocupa por alguien que no tiene y que, al igual que todos, dejará de existir?

Si toma varias servilletas y escribe es porque siente que nadie le escuchará. Escribir no es lindo ni feo. Escribir es un acto que permite, en el mejor de los casos, ordenar un exceso de palabras diseminadas que conforman un murmullo incomprensible. Pero le resulta evidente que en realidad, si supiera vivir, no tendría necesidad de escribir.

Hay quienes viven para escribir, y otros que escriben para vivir, mientras él escribe con la intención de terminar.

Si los treinta son la edad de la razón, los cuarenta son los de la verdad. Concuerda con Camus cuando escribió que a partir de cierta edad, uno es responsable de la cara que tiene. “¿Qué cara tengo yo?”; se pregunta.

Mis cuarenta años de edad son contundentes como bisagra entre el pasado y el futuro. Ya soy. Y todo intento de cambio será siempre a partir, y a pesar de, quien vengo siendo.

El teléfono no suena.

Para poder entenderla debería poder habitar su cuerpo, al menos uno segundos. Sería extraordinario, y a la vez siniestro. Habitar otro cuerpo implicaría uno de los conocimientos más desestabilizadores que un ser humano pudiese experimentar; aún más intenso y desestabilizador que el encuentro de seres humanos con extraterrestres inteligentes.

¿Y si de veras nunca le ha gustado tanto el café, como a aquellos fumadores a los que el sabor del tabaco no les gusta y sin embargo no lo pueden dejar? ¿No es eso vivir mal, vivir no sólo por debajo de nuestro potencial sino, y mucho peor, en contra de nuestros gustos? El dolor de haber desperdiciado una vida es tan enorme, que la única manera de anestesiarlo es mediante un nuevo cigarrillo, o a través de otro pocillo de café. Como reafirmando así lo imposible, el gusto por algo que nunca nos ha gustado, dejar el hábito puede resultar peor remedio que la enfermedad; el vacío apoderándos de la propia respiración.

Preguntarse por su vida le provee le provoca una sensación de superación personal. Pero el precio que paga por ello es alto. El constante destierro de sí mismo, y la libertad silenciosa que lo aturde enfrentándolo a anhelos que, superados o no, no son más que el producto de relatos elaborados para otorgar un sentido a su existencia, y a su libertad condicional; desterrado y autoexiliado de cualquier identidad fija, y casi siempre a su pesar.

El mundo se le presenta como una invitación constante, pero difícilmente pueda apropiarse ni siquiera de un pequeño trozo de ella. Nómade existencial, anhela llegar a su origen como a la tierra prometida. No ignora que el origen está perdido, mientras que adelante sólo podrá encontrarse con más vida que rellenar, hasta que la muerte lo separe de ella.

Apenas unos días, y ya comienza a sentir que lo vivido con Juliette pertenece al ayer. ¿Cuándo fue que el presente se hizo pasado? ¿Cuando nos despedimos con un beso, junto al tren que me llevaría hasta la Gare de Montparnasse? ¿Cuando cenamos bacalao al curry, la noche previa a nuestra despedida? No. El pasado no tiene nada que ver con lo vivido, sino con lo no vivido. Un llamado en este preciso instante, como el beso previo al acceso a un vagón de tren, constituiría el presente. ¿Y si sonara el teléfono? ¿Invadiría el presente al pasado? No lo sé. Pero no me quiero engañar. Cuando se produce el pasado, no hay manera de modificarlo; ni siquiera con un beso. Podrán manifestarse nuevos pasados, pero el quiebre del tiempo, su puntuación, ya fue legislada.

Cuánto sufrimiento habría evitado, de no haber confundido un punto seguido de uno aparte. Muchas veces niego los puntos aparte; otras, ni siquiera los distingo. Nadie nos anuncia cuándo pasamos de ser chicos a grandes, y sin embargo, sucede. Tampoco nos anticipan el día en que el amor muere: siempre demoramos mucho más tiempo en aprenderlo, para luego confirmar, de forma retroactiva, que su muerte era inevitable.

Mi vida parece estar llena de párrafos vividos sin puntuación. Tan sólo fugazmente consigo percibir las comas de los momentos alegres, y de los dolorosos.

Ay, si tan sólo pudiera detener el tiempo por un instante, sin necesidad de dormir o descansar, y así poder afirmar: hasta acá he vivido. Punto y aparte.

Pero eso es imposible. La vida insiste en recordarme que el pasado se adueña de mi presente, que mi identidad cambiante se parece a sí misma, y que toda voluntad de cambio conduce al fracaso, ya que nunca seré otro más que yo mismo.

Pero, ¿Cómo amigarme conmigo, si nunca soy el mismo, y sin embargo no logro ser distinto a mí? ¿Cómo alcanzar la paz, si después de todo tampoco sé quien soy ni quién he sido hasta ahora, ya que el pasado persiste en cambiar según el capricho de mis sentimientos? Y por sobre todas las cosas, ¿cómo reconciliarme conmigo al comprobar que tan sólo vivo, como puedo, una vida que me vive contra mi voluntad, gracias y a pesar de ella?

Si recibiera su llamado, ya estaría pidiendo un café, sin más, a modo de celebración. Pero nada de esto ocurre, y mi voluntad sólo empeora las cosas; no hace más que poner de manifiesto la naturaleza de los barrotes que me mantienen encerrado en esta prisión de indecisión e inconformismo. Me avergüenza aceptarlo, pero la libertad es, en mi caso, una prisión. ¿Cómo escapar de un lugar donde no hay muros?

¡Me voy de acá, y ya!

El mozo me mira de reojo con cierta resignación. No se trata de que ahora me tenga paciencia: sencillamente, no debe querer confrontar con un cliente impotente. A juzgar por su aparente indiferencia, quizá me tenga lástima. Es evidente que no tiene demasiado tiempo ni mayor interés en quebrantar su rutina.

Seguramente no comprenda que hay impotencias que no carecen de potencia, sino muy por el contrario, que abundan de vida, hasta tal punto que la víctima se paraliza. Querer no es necesariamente poder. Cualquiera que tenga el coraje de detenerse a observar la estela dibujada por su pasado comprobará que, al fin y al cabo, no vivimos como queremos sino que apenas vivimos casi como lo necesitamos.

¡Suena el teléfono! ¡El nombre de Juliette se inscribe en la pantalla de su celular!

Exaltado, repite varias veces allô, allô?, pero parecería ser que del otro lado no es escuchado, y la llamada se corta abruptamente. El teléfono vuelve a sonar. Se levanta de un salto y se dirige hacia la puerta, para obtener una mejor recepción. El mozo se encuentra parado junto a la entrada, observándolo de modo inquisidor.

-Allô? Allô, Juliette?

Ya casi afuera del bar, se dirige al mozo con repentina espontaneidad y excitación:

-Un café allongé s’il vous plaît! (¡Un café liviano, por favor!)

El mozo no se molesta en asentir mientras se encamina hacia detrás del mostrador, donde se dispone a preparar su café.

Su pedido fue menos una decisión que una reacción. Como si el llamado de Juliette hubiera borrado por completo cualquier duda, pregunta o angustia reciente o pasada. El pasado y el futuro acaban de ser silenciados por el hechizo del presente.

La lluvia no se detiene.

Los parisinos, acostumbrados a las incesantes lloviznas, se resguardan en sus paraguas al salir de las boca del subte de la estación del metro Voltaire.

En su mayoría, los parisinos tienden a cuidar sus paraguas como una extensión de su vestuario. Asumen su lluvia como constitutiva de su identidad. En Buenos Aires, donde estadísticamente las lluvias son pocas a lo largo del año, pocos porteños conservan sus paraguas. Aunque llueva todo el año, y durante las cuatro estaciones, siempre se sienten sorprendidos cuando esto ocurre. En cambio, no se sorprenden cuando tienen hijos. ¡Eso sí es lógico, natural! Por el contrario, los neoyorquinos, en su afán de practicidad, compran sus paraguas made in China por cinco dólares a la salida de cualquier subway, para luego arrojarlos en algún cesto de basura al terminar su recorrido, dado que ninguno de estos artefactos resisten más que unos pocos nudos de viento antes estropearse por completo. Les resulta más práctico comprar paraguas por uno cuantos dólares cada vez que llueve, que conservar uno más costoso por varios años. No manifiestan sorpresa alguna cuando el agua cae desde el cielo. Tan sólo intentan evitarla, sin detener su prisa habitual.

La lluvia no lo perturba. Su realidad parece no extenderse a la ley física de que el agua, al caer, moja.

-Juliette, tu m’entends?! Juliette?! (Juliette, ¡¿me oís?! ¡¿Juliette?!)

La llamada vuelve a cortarse, sin razón aparente.

Aliviado, frustrado y entusiasmado, vuelve hacia su mesa, donde lo espera su café.

Se ríe de sí mismo mientras toma un pequeño, irregular y amarronado terrón de azúcar no refinada, que introduce en su café exprés junto con un trozo de cáscara de limón verde amarillento. Huele el aroma que emana del café impregnado de la cáscara, y no puede más que responderse que todas sus preguntas y dudas recientes se tornarán absurdas ni bien digiera el primer espumoso sorbo.

En paz, finalmente, parece querer decir al exhalar una bocanada de aire retenida en sus pulmones.

El teléfono vuelve a sonar, pero con un sonido y un ritmo distinto a la llamada previa. Esta vez, se trata de un mensaje de texto:

Prends soin de toi (Cuidate), Juliette.

Compulsivamente marca el número en su teléfono y realiza tres infructuosos intentos de comunicarse con Juliette. Un mensaje pregrabado lo atiende en cada uno de ellos. Maldice al celular, sin dejar de entender cuán absurdo es odiar a un objeto inanimado.

El texto enviado por ella está compuesto por cinco palabras, que en español pueden ser traducidas inequívocamente por dos: Cuidate. Juliette.

Es claro y conciso, y sin embargo lo lee varias veces, como queriendo extraer otros significados de esas cuatro palabras, como un minero que intentara extraer una piedra preciosa de las rocas. Sin embargo, el mensaje es claro: sólo Cuidate.

Su repentina alegría se torna sombría. Prends soin de toi, repite para sí un par de veces, mientras razona que esto es lo que suele decir una persona que le desea a otra que esté bien. Pero a la vez se trata de una expresión que muy a menudo se utiliza para despedirse. Es una expresión que no compromete al emisor. Nada demasiado íntimo.

Prends soin de toi, cuidate, take care, repite en distintos idiomas con el propósito de encontrar en las sucesivas traducciones algún vestigio de una significación distinta. Pero no, todas tienen un valor similar. Cuidate. Punto.

Se plantea si este momento es un punto aparte, o una coma, o un punto y coma en su vida. Dos llamadas perdidas, y un mensaje como el escrito, pueden ser interpretados de cualquier manera. Decide que no puede tomar una decisión en este momento. Que sólo el tiempo y otras futuras palabras, o su ausencia, podrán aclarar las actuales.

La esperanza no está perdida, piensa… para inmediatamente perderla por completo, precisamente por verse en la necesidad de recurrir a ella.

Junto a Juliette, en Lisboa, la esperanza no conformaba parte de su vocabulario. El presente no buceaba en el futuro, a no ser para rechazarlo y volver inmediatamente al éxtasis de un presente continuo, ignorante de todo pasado y futuro.

Teme que se trate de una cordial despedida, y no obstante se resiste a aceptarlo. Después de todo, llamó. Existe un interés, aunque sus expectativas sean otras. También es posible que ella no quiera expresarlo todo, como él, si lo deseara en este momento.

Esta nueva idea lo entusiasma. Pero rápidamente sus facciones se ensombrecen.

Si tantas palabras son necesarias para asimilar un mero prends soin de toi (cuidate), esto significa que la realidad no es la que esperaba. Hay palabras que silencian, pero estas aturden con su insignificancia.

¿Cómo evitar que las palabras me ensordezcan, en lugar de aceptarlas tal como son? Prends soin de toi (cuidate), y listo, sin más vueltas.

Siente y piensa, como a su vez piensa y en consecuencia siente, que su vida es un fracaso. Que luego de tantos años, se debate absurdamente ante la ingesta de un café por no saber quién es, quién fue ni en quién se está convirtiendo, mientras el amor le es esquivo o, sencillamente, muy poco sabe de él. Ni siquiera a su manifiesta frustración puede tomarla como certeza, ya que, ni bien sonó el teléfono, todo pareció magnificarse bajo una lupa distorsionante. Nada es mentira, aunque esto no implique que lo que viene pensando y sintiendo sea verdad.

¡Qué difícil me resulta ser quien voy siendo!

Está tremendamente disgustado consigo mismo. Pidió y tomó su café sin haberlo decidido, como si fuese un mero perro de Pavlov víctima de sus experimentos conductistas.

Un llamado, y toda su identidad se desvanece, se transforma y lo impulsa. ¿Cuál es la verdad? ¿Cuando, frente a una situación inesperada, uno pidió un café sin la más mínima indecisión, o cuando el que durante más de media hora dudó sobre qué beber no lo pidió? ¿Quién es él, en realidad? ¿El que acaba de tomar un café, o el que se resistía a hacerlo? ¿Uno es lo que elige?

Qué sé yo. A veces quisiera no querer nada.

Es difícil no amar a nuestros padres, aunque más no sea a través del odio. ¿Acaso su hijo podrá amar a su madre a pesar del daño que le viene provocando?

No hay día en que no se pregunte cómo seguir viviendo de la mejor manera posible. Como si realmente creyera, o quisiera creer, que es él quien construye su destino. Más bien, intenta creerlo así, porque de no ejercer control sobre su destino no sabría con qué propósito levantarse de la cama cada mañana.

Sabe perfecta y angustiosamente que el dilema no está resuelto. En vano intentó elegir su camino, para luego ser absorbido por esa fuerza que lo llevó a pedir un café. Fue él mismo. ¿Quién, si no? Todo su esfuerzo, disciplina y disquisiciones, de nada le valieron a la hora de verse impulsado a ingerir un expreso perfumado con cáscara de limón, en compañía de un pequeño chocolate amargo, junto a un vaso de agua.

Los adictos nunca logran sobreponerse a sus adicciones; a lo sumo logran acallarlas, resistirlas, pero nunca enmudecerlas totalmente. La verdadera transformación personal consistiría, por el contrario, en que un ex fumador empedernido volviese a fumar a su antojo, pero sólo de vez en cuando, y que un alcohólico pudiera volver a beber tan sólo por el placer de degustar un buen vino sin temor a caer nuevamente en el vicio. El cambio radical no consistiría en eliminar la urgencia, sino en transformarla. Soy un adicto. Soy prisionero de mí mismo, y sin embargo soy libre de construir mi propio destino.

Otra parte suya, si es que tiene algún sentido hablar de partes, le dice que tan sólo acaba de beber un café, pero que no fue él quien lo tomó. Como el acusado al que se le concede un atenuante cuando sus actos fueran cometidos pasionalmente, sin premeditación alguna. Frases como conmoción violenta o crimen pasional pretenden construir la realidad para explicarla según el significado de cada una de sus palabras.

Se podría argumentar, así, que quien pudo premeditar un asesinato tendría, eventualmente, la capacidad de, con las palabras adecuadas, lograr pensar de otra manera, y en consecuencia transformar su identidad. Es a la persona no violenta, incapaz de premeditar daño alguno, la que se ve sorprendida y, por lo tanto traicionada, ante un acto destructivo contra quien habría que negarle la libertad de por vida. ¿Cómo volver a confiar en una buena persona que, de repente, se transforma en mala sin previo aviso, independientemente de que luego se autoflagele mediante la culpa por el daño perpetrado?

El psicópata, en cambio, sabe que va a cometer un crimen y no se culpa por ello. En otras palabras, la persona maliciosa es una persona íntegra. Si entendemos por integridad que lo que pensamos, sentimos y actuamos son lo mismo, independientemente de que se actúe de mala fe o bondadosamente.

Pero nada es menos íntegro que permanecer más tiempo del razonable meditando sobre qué tomar, con el propósito de no vivir de manera automática, para finalmente sucumbir y pedir un café expreso como reacción a una llamada inconclusa de una mujer que se debate entre formar parte de mi pasado, ¿o de mi futuro? A juzgar por un llamado que sólo comunicó un cuidate, esto huele mucho más a pasado.

No basta con saber lo que quiero: luego tengo que poder actuar en consecuencia. Tampoco basta con conocerme. Querer no es poder, querer es querer, y nada más.

Cómo quisiera ser otro, al menos por diez minutos, y así olvidarme de quien creo ser. Alguien con menos palabras y más silencios. Mucho más sabio, o al revés, más ignorante y capaz de descansar de la tiranía adictiva de las palabras. Busco incansablemente el silencio con ellas, con la esperanza de eliminar ese murmullo insondable.

¿Cuántas palabras habrán conformado mi vida cuando muera, entre las dichas, las escritas y las calladas? ¿Cuántas preguntas, y cuántas respuestas habré generado? Muy probablemente las palabras sean incontables. Pero las preguntas, como las respuestas, vienen decreciendo con los años que voy muriendo años tras años. Todas las preguntas parecieren conducir siempre a un mismo punto: ¿cómo vivir? ¿Cómo rellenar de sentido una página en blanco que ni siquiera escribo? ¿Cómo no sentir nauseas por el café que acabo de tomar por decisión propia y a mi pesar?

Se arrepiente de haber reaccionado así, mientras se dice que no se arrepiente de arrepentirse, si arrepentirse le permitiera un cambio. A su vez, se cuestiona sobre si tendrá algún sentido arrepentirse, ya que dada su historia y sus circunstancias, no pudo haber actuado de otra manera. ¿O sí?

¿O sí? Dos palabras potentes y terribles que tienden a destruir cualquier certeza y muy pocas veces proponen una solución que reconforte.

¿Hubiera podido resistirme al café?

¿Hubiese podido alejarse de aquel ser tan carente de amor y evitar así un destino sórdido, lleno de abogados, peritos, cartas documentos, jueces y policías?

Todo el dilema de mi vida puede manifestarse mediante dos letras concatenadas, si en español, si en francés, e if en inglés. El inglés considera una frase para describir cualquier pregunta condicional, precedida por un if, an iffy question (una pregunta condicional). Indudablemente, más difícil que responder a una pregunta condicional es no formularla. ¿Hubiera podido, dada mi historia y circunstancias, no haber acercado a mi vida a la madre de mi hijo? O bien, por el contrario, ¿soy artífice de mi propio destino y, en consecuencia, amo y responsable de mis acciones?

Compararse con otros nos lleva siempre al error; pensarse único, a la estupidez. No sé.

Sigo contaminándome de palabras para no cederle espacio al ineludible vacío provocado al constatar que Juliette ya va siendo parte de mi pasado, mientras otro pasado, el de la mujer que parió a mi hijo, rapta mi presente.

Hace sólo dos días nos besábamos a bordo de uno de los tranvías amarillos que nos subiría hasta la zona alta de Lisboa, sin que yo pudiese adivinar que serían los últimos encuentros de nuestros cuerpos ¿Será que la pasión que sentí por Juliette se debió a que ella ya sabía, de algún modo, que no habría otros besos y, en consecuencia, invirtió toda su pasión por mí en tan pocos días?

Si hubiera algo de cierto en que ciertas ciudades invitan al amor, en Lisboa, como en París, seríamos sus mejores huéspedes.

Se resiste con todas sus fuerzas a aceptar que el amor pueda ser el producto de un contexto, pero en el fondo admite que, efectivamente, algo de verdad hay en ello.

Tal vez sea cierto que el amor es una suerte de locura que, en el mejor de los casos, se convierte en una ilusión consensuada. Es tan improbable encontrarme con mi media naranja como ganarme la lotería. Nadie podría, en su sano juicio, promover el juego como fuente de ingresos, pero esto no implica que exista algún ganador accidental que se vuelve millonario por obra del puro azar. Por supuesto que la suerte existe, tanto como el amor romántico y duradero, sólo que son tan improbables.

No puede evitar pensar en Juliette.

No consigo aceptar que lo hecho, hecho está. Un tenemos que vernos por parte de Juliette y, como mínimo, estos últimos minutos de pesadilla se convertirían en un mero malentendido, mientras mis fracasos amorosos serían semillas del verdadero gran amor; condición necesaria para finalmente encontrarlo. Así las cosas, mis evidentes repeticiones no serían otra cosa que una vía de aprendizaje, y mis heridas habrían de ser medallas por haber resistido, sin darme por vencido jamás, hasta reposar en el pecho de una mujer llena de ternura y alegría, como Juliette.

Toma el teléfono y, con visible esfuerzo, vuelve a apoyarlo sobre la mesa.

El carácter de un hombre, como el resentimiento, puede resultar de esa azarosa gota que termina por rebalsar el vaso. Una gota de más, y cualquiera puede darse por vencido o redefinir su pasado en tal o cual dirección, o acaso en otra diametralmente opuesta.

Cuántos suicidios se habrían evitado de pronunciarse a tiempo ciertas palabras. Y a la vez, ¿cuántos éxitos fracasan sin dar a luz por la misma razón?

París es como una mujer hermosa, consciente y orgullosa de su belleza, mientras que Lisboa es como esas que nos seducen profundamente por su inocencia, respecto de su despreocupado encanto. Juliette se parece a Lisboa.

Si al menos se dignara expresar algo más que su presencia virtual, París se tornaría menos distante, más amigable y mucho más compartible. Porque París tiene muchas caras, y está en uno descubrirlas. Luego de haber vivido en París y vuelto infinidad de veces, no termino de aprehenderla. Por momentos me resulta arisca, pretenciosa, y avejentada; pero en otros viajes me resulta amigable, seductora, bella, noble y equilibradamente moderna.

No hay palabras justas. A lo sumo las hay convenientes, piensa, mientras intenta ordenar lo irreparable: el paso del tiempo.

Nada es más absurdo y noble que sentarse a escribir, forzándose a hacerlo con la intención de expresar lo inexpresable; tratar de extraer del fuero interno palabras, frases e ideas que se crean en la acción misma de escribir. Sin embargo, las oraciones no están alojadas en ningún sitio: se inventan, y no obstante, ¿cómo es posible que algo surja de la nada? Que sensación contradictoria es la de intentar decirlo todo con la esperanza de vaciarnos, cuando, previo al acto de escribir, las frases no ocupaban lugar alguno.

¿Cómo vaciarse de lo que aún no ha sido llenado?

El pasado con Juliette se le asoma a pasos agigantados, mientras se sorprende no sólo por añorar lo vivido, sino por todo lo que ya no vivirá junto a ella. Más doloroso que extrañar lo sucedido es sentir nostalgias por lo que no habrá de ocurrir.

Se resiste a dejar el bar sin antes confrontar su deseo y rebelarse ante el café bebido de manera tan burda. Pedir otro por decisión propia sería una forma de renegar del pedido anterior. Pero no se trata de eso. Más bien, se trata de reaccionar de manera auténtica, no impulsiva, a la pregunta: Vous désirez?

¡No lo sabe! Los cambios pueden ser tan bruscos como paulatinos e imperceptibles. Las arrugas y la caída del pelo se producen silenciosamente, y no por eso menos violentamente.

Despertarse una mañana y no reconocerse es una experiencia tremendamente desestabilizadora. Reconocerse, por el contrario, es una utopía; mientras que el reconocimiento de una persona a otra es siempre, por definición, un acto violento. Es imponerle una identidad al otro, ya sea por pereza, por ignorancia, por voluntad de poder, o por todo a la vez.

Temo haber construido una identidad volátil, lábil, inconsistente, pero a su turno tampoco desearía una identidad de hierro, inflexible, fija. Sin embargo, aunque engorde veinte kilos u opte por vestirme de amarillo, mi identidad no cambia. Jamás logro ser otro; ni siquiera cuando duermo.

Pero, ¿soy lo que pienso, lo que siento o lo que hago?

¿Por qué será que Juliette no me ha vuelto a llamar?

Mi vida no puede ser más un barrilete que vuele de una lado al otro según el capricho de un viento provocado por alguien que no conozco.

Es que realmente no sé quién es, y por lo que percibo, tampoco ella, o nadie incluso, me conoce a mí. En el mejor de los casos, puedo acertar, con algún margen conjetural, qué música le gusta a alguien, pero no mucho más.

¿Debo sentirme culpable por haber bebido un expreso? No es para tanto, ya lo sé, pero así me siento.

Una vez más, cree en la trampa de vivir como si su destino dependiera de él. De manera intuitiva, se rebela ante el hecho de ser escrito por mí. Pero, ¿qué diferencia hay? Después de todo, me pregunto si hubiera podido escribir un desenlace distinto.

Estoy a tiempo de reescribir y de eliminar el párrafo en que él pide su café mientras trata de conversar telefónicamente con Juliette, pero, ¿quién dicta mis palabras?

Por principio, no juzgo a mis personajes y hago todo lo posible por comprenderlos y quererlos. Pero pecaría de deshonesto si no dijera que lamenta mucho no haber podido evitarle beber su café. Siento que el sabor amargo que invade su paladar no se debe tanto al gusto de la cafeína como al hecho de percatarse que, una vez más, sucumbió al poder de la vida que lo vive. Y él lo sabe. Uno es responsable de sus actos y de sus omisiones, pero la vida no entiende de justicia.

A diferencia de otros personajes de ficción donde éstos son manifiestamente títeres del autor, mi personaje no consigue tranquilizar su angustia por el mero hecho de saberse escrito. Posiblemente intuya que yo tampoco tengo control sobre sus acciones. Ya no tengo la total libertad de elegir su manera de sentir.

Desde luego, podría haber escrito un desenlace distinto, pero no lo hice, y muy a pesar mío, no lo quise realizar de otra manera. Esto sólo lo supe en el momento en que llamó Juliette y, ya con la guardia baja, él pidió su café, al igual que un fumador que vuelve a encender un cigarrillo después de haber jurado que nunca más lo haría.

Seguro que, en todo momento, escogí escribir. No creo en la inspiración como algo superior e inmanejable. Pero si me releo y miro hacia atrás, veo que, a raíz de una innumerable acumulación de acontecimientos, las elecciones finales se me presentan como correctas, y por lo tanto se me manifiestan como únicas y necesarias. Lo cual viene a contradecir el principio mismo de libre albedrío. ¿Soy libre, entonces, de escribir lo que quiera? En principio, sí, pero hasta ahí.

Fue tan repentino e impensado el acto de pedir un café, que apenas supe controlar mi relato. Ni siquiera sé del todo quién es el sujeto de este relato, aunque no pueda ser otro que yo mismo.

La realidad es que no me encuentro muy distinto a cuando entré en este bar y el mozo me preguntó, de manera amablemente hostil: vous désirez? Debo decir que aún me siento indeciso, y probablemente más ignorante que cuando entré. Aunque la ignorancia puede ser la momentánea consecuencia de cierta sabiduría. No lo sé, no todos los no sé son equivalentes. Existen no sé pasivos, y otros activos.

Una eminencia budista a quien acudí bajo el tormento del absurdo de no poder ver a mi hijo, desecha tanto el pasado como el futuro, invocando la importancia del aquí y ahora. Otros, existencialistas, afirman que la esencia de cada uno es el producto del devenir de nuestras elecciones. Por último, hay quienes piensan que es el inconsciente el que en realidad rige nuestras vidas. Entretanto, yo aún no sé qué hago sentado en este café.

Repentinamente, siente que le gustaría volver el tiempo atrás, y así entrar nuevamente en el bar. Se imagina libre y liviano, listo para dar rienda suelta a sus ganas más auténticas. Pero ese momento ya está perdido. Nada habría de garantizarle que la pregunta frente al vous désirez? no volviera a invocar a sus fantasmas más temidos: los fantasmas de la conciencia acerca de la propia existencia y del sinsentido de ella, a la que la libertad nos obliga a rellenar, moldear e interperlar.

Desde que comencé a escribir este relato pensé en cómo habría de terminarlo, pero nunca conseguí preverlo, y aún no lo logro en este preciso instante en que escribo estas palabras.

Pienso que, independientemente de lo que él haga o deje de hacer, no puede haber un final concluyente. El final tiene que vislumbrar una salida. Claro que todas las salidas, más o menos satisfactorias, no serían más que provisorias e inconclusas.

Un nudo en la garganta le impide respirar libremente. Siente la amputación de su hijo como esas vísceras o miembros fantasmales que duelen aún después de haber sido extirpados.

Ahora la lluvia se torna más intensa, no tanto por la cantidad de agua que ve caer a través de los ventanales, sino más bien por su percepción aguda de este momento: el golpeteo de las gotas contra el ventanal lo aturden, a pesar de no conformar más que una modesta y casi imperceptible llovizna.

Lágrimas caen de mis ojos grandes, de color turquesa, y compruebo que en el llanto uno siempre es un niño desprotegido.

Tras de la mesada del bar, el mozo vierte unas gotas de licor de casís dentro de dos copas de vino blanco de la región de Cotes du Rhône.

Mientras se seca las lágrimas con una servilleta de papel manuscrita, el mozo se le acerca y le ofrece una de esas copas.

Aunque en la vida de todos los días esto es improbable, ninguno de los dos se sorprende de que tal acercamiento esté ocurriendo. Simplemente, sucede. No todo responde a la fórmula causa- efecto, piensa. A veces la comprensión pesa menos que el afecto.

El hombre que deja de ser mozo por un instante, se sienta junto a él y, sin emitir palabra ni mirada cómplice, beben sus respectivas copas como si se conocieran desde hace décadas, o bien todo lo contrario: a gusto de encontrarse justamente entre extraños que no se juzgarán el uno al otro.

El piano de Bill Evans suena con mayor intensidad; quizá vibre por primera vez, o yo recién lo perciba, entre la textura sonora de la lluvia amalgamada con un jazz sereno.

El café, vacío, bañado por una de las luces amarillentas del boulevard Voltaire, recuerda a alguno de los cuadros famosos de la serie de imágenes urbanas de Nueva York pintadas por Edgard Hooper, sólo que nos encontramos en París; aunque quizá no sea del todo así. Es como si las ciudades en que supo vivir se mezclaran como los brazos de varios ríos que desembocan en el mar.

Sin llegar a sonreír por completo, hay algo en la expresión de nuestro personaje principal que me remite a momentos en que me encontraba frente al océano Atlántico, en Punta Ballena, en las costas de Uruguay; cuando, tras una lluvia torrencial, una calma nostálgica y gris anticipaba al sol, en paciente espera de ser descubierto por las nubes arrastradas por la brisa, mientras los pinos húmedos exhalaban su aroma de sal y arena, recordándonos que nunca se habían alejado de allí.

¿Cuántos otros hombres se encontrarán en un café en este preciso instante, frente al dilema de qué pedir y aturdidos por los truenos de su existencia?

A todos ellos está dedicado este relato, escrito por el personaje de mi autoría y necesariamente inconcluso.

Me pregunto si Juliette volverá a comunicarse con él algún día. Y a su vez, cuándo y cómo se reencontrará con Noah, su hijo? Finalmente me interrogo si el café seguirá siendo parte de su vida cotidiana. Quizá.

Con absoluta honestidad, y sin pretensión intelectual alguna, me pregunto acerca de quién escribió este texto, proclive a cambiar según siga viviendo.

Me interrogo, una vez más y quizá a mi pesar, qué es la vida, mientras vivo esta vida que me vive y me muere cada día.

Para mi hijo Noah, donde quiera que estés ahora,
y como sea que nos encontremos.
Papá.

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