La encrucijada del “después”

Marcelo Mosenson
3 min readDec 16, 2019

La tensión que implica despertarse y dormir radica en vivir cada día como si no fuésemos a morir jamás, y vivir sabiendo que podemos fallecer en cualquier momento.

Cada segundo puede ser vivido como invertido o desperdiciado dependiendo de cómo nos pensemos en relación a nuestra mortalidad.

Es por eso, quizá, que nuestra contradicción constitutiva se nos torna enferma como saludable, dependiendo de las circunstancias. Ignorarla es vivir dormidos respecto de la dictadura del tiempo en relación al deseo. El equilibrio está perdido, mientras que el punto medio entre dos puntos infinitos es por definición inexistente.

¿Acaso viviríamos mejor si conociésemos la fecha de nuestra propia muerte? Lo dudo. Sin embargo, constantemente hacemos planes imaginando lo que eventualmente nos resta por vivir.

El después se apodera de nuestro presente condicionando cada instante. Solemos imaginar y anteponer un después a cada acción, y postergamos hacer cosas imaginando que el después se hará cargo de nuestro presente.

Es debido a esta inevitable tensión, quizá, que el esperar en una larga cola sea probablemente una las actividades más tortuosas y exasperantes del mundo moderno. La vida se detiene indefinidamente con la expectativa de un premio a nuestra indefinida espera. El después se apodera del presente de manera desgarradora, mientras que la satisfacción proyectada para cuando nos llegue el turno se desvanece rápidamente. Porque sabemos o intuimos que otras esperas llenas de tiempos muertos seguirán dictando el ritmo de nuestras existencias.

Las colas nos deshumanizan hasta reducirnos a casi nada, a un mero número otorgado por el orden de llegada.

Esperar, aún en la expectativa de lo mejor, es una suspensión del tiempo y de la libertad. Un poco como si estuviésemos encerrados en una prisión. El tiempo se alarga apropiándose de nosotros. Hasta tal punto nos duele su presencia que por momentos estaríamos dispuestos a morir un ratito antes que tener que soportar la conciencia de la espera a la que nos somete la cola.

Cuando hacemos fila, dejamos de ser nosotros mismos para limitarnos a ser sólo un trozo de vida en suspenso a la espera de un tiempo que aún no muere, y que desearíamos que se extinga.

Sin embargo, hay quienes están dispuestos a esperar horas para ingresar a un restaurante de moda, del mismo modo que hay fanáticos que acampan días enteros en las inmediaciones de un gran estadio con el propósito de acceder a la mejor ubicación de un recital. Por el contrario, estamos quienes ante la mínima espera buscamos una alternativa, asumiendo que el después no alcanza como para que estemos dispuestos a financiar nuestro futuro a base de un tiempo muerto. La paciencia podrá ser una virtud, pero el después no deja de ser la ilusión del presente.

Después, que importa el después, toda mi vida es el ayer. (Homero Expósito.)

A partir de cierta edad todo hombre aprende a desconfiar del después. La vida de cada uno comienza a ser sopesada por la cantidad de presentes perdidos en futuros ilusorios, como en los después más o menos acertados.

El después es la palabra fetiche de los cobardes. Pero también lo es de los optimistas. Es la palabra que nos permite soportar aquellos presentes en donde la única salida se encuentra en confiar en el futuro.

El después es también la adicción de los procrastinadores y la salvación de quienes lo intentan sin tregua.

De adultos nos aferramos al después para anestesiar la insatisfacción del presente. Ya que la alegría es por definición hija del presente. Por eso cuando éramos chicos no tolerábamos ningún después. Todo debía ser ya.

¿Cuándo y cómo ocurrió que debimos aprender a convivir con el después?

¿Cómo distinguir si nuestro presente no es más que la antesala de un después, o por el contrario es el después que tanto ansiábamos vivir?

Estamos dispuestos a invertir años en conquistar un después sin saber cuánto habrá de durar una vez conquistado. Peor aún, ni siquiera sabemos si es posible acceder del todo a él.

El después es de las palabras más democráticas que existan. No distingue género ni clases sociales. Es absolutamente maleable, adaptable, acomodaticia como necesaria. Se la puede emplear en casi cualquier frase y circunstancia, aún a riesgo de cometer errores que puedan llevar a poner en peligro lo vida propia como ajena. El después es el verdugo de cualquier emergencia.

La única construcción que el después no sabría tolerar es: después vivo.

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